Una vez más, y ya van cinco, cambio de país. Esta vez me voy a vivir a Austria. Siempre que tengo ocasión, suelo contarle al pobre oyente que tenga delante que en cada mudanza envejeces un par de años extra. No es fácil volver a empezar en un lugar lleno de calles extrañas y caras que no hablan tu idioma. Acciones tan cotidianas y casi automáticas, como comprar el pan o cortarte el pelo, cuestan más esfuerzo del que le gustaría a tu cansancio y durante unos meses llevas una sombra de desconcierto que te persigue por la acera.
Hay una parte positiva, claro, como es la de sentirse presente, viviendo más existencias de las que te tocaría, descubriendo sabores que no conocías y exacerbando experiencias a las que de otra forma ya te habrías acostumbrado. De alguna forma, vuelves a ser un niño que se maravilla de lo cotidiano y se tropieza con sus propios pies.
Lo primero al llegar a un nuevo país es, por supuesto, encontrar un lugar en el que vivir. El piso no solo lo buscas en la ciudad, sino también en tu nueva etapa vital. No fue lo mismo, para mí, buscar un piso de estudiantes en Berlín hace diez años que uno ahora en Viena, con treinta y tres y un trabajo estable. De alguna forma, la precariedad berlinesa facilitaba las cosas. Recuerdo lo exultante que estaba cuando me dijeron, después de pasar una entrevista de selección, que podía quedarme con la habitación de dos metros cuadrados, espartanamente equipada con un palé como cama y un marco de barras de madera como armario. La habitación daba a un patio interior en el que regularmente se escuchaba a un pianista ensayando y a una pareja fogosa a la que le gustaba hacerse notar los sábados por la mañana. Todo era entretenido, excitante y más que suficiente para un chaval de una ciudad pequeña de España que vivía por primera vez en el extranjero. Estaba pletórico.
Más de una década después y con algo más de dinero en el bolsillo, resulta que es más difícil contentarse y, de repente, se encuentra uno debatiendo con la señora de la inmobiliaria sobre si es más conveniente que las ventanas del dormitorio miren al norte o al oeste. ¿Me he hecho mayor? ¿Me he aburguesado? ¿O ya no quiero dormir en un palé?
Finalmente, en esta nueva mudanza me he quedado con el apartamento que mira hacia el norte. Aunque lo más irónico de todo es que en Viena la mayoría de los pisos se alquilan sin amueblar. Así que, de momento, ni siquiera tengo un palé sobre el que dormir.
Autor: Nacho Urquijo
Foto: biblioteca de la Universidad de Viena, por Manfred Werner