La odisea de cortarse el pelo

Autor: Nacho Urquijo.

Hay quien se pasa la vida buscando la clave de la felicidad. Yo llevo 35 años intentando encontrar una peluquería.

No me vale una cualquiera. Pero tampoco pido mucho. La busqué en Cáceres desde que empecé a ir solo a cortarme el pelo y, durante un breve periodo de tiempo, la hallé en manos de Alberto, mi querido peluquero. Alberto había regresado a España en los años 80, después de un periplo migratorio por Alemania, del que siempre tenía historias, algunas agridulces. Con el dinero ahorrado montó su negocio y estuvo varias décadas cortando el pelo, pero yo lo pillé justo en sus últimos años profesionales. Su jubilación coincidió con mi marcha de Cáceres para empezar la universidad y de nuevo comenzó mi búsqueda de peluquería.

Madrid, la ciudad de los mil rincones, donde es posible hacer cualquier cosa a cualquier hora, no consiguió ofrecerme una peluquería de confianza a la que volviera de forma regular. Seis años de cortes incómodos, situaciones extrañas y peluqueros que iban y venían en cadenas con nombre italiano que nunca consiguieron que me sentara relajado sobre la silla giratoria.

Con el pelo despeinado me fui a Berlín al acabar la universidad y allí no conseguí reunir la energía suficiente para entrar en una peluquería. ¿Cómo se dice “No use la maquinilla» en alemán? El mero hecho de pensar si debía utilizar el acusativo o el dativo sobre un complemento que podría ser masculino, femenino o incluso neutro me paralizó, pero el pelo me siguió creciendo.

Cuando me mudé a Ámsterdam no pude continuar viviendo en la negación. Un día me armé de valor y entré en una peluquería tranquila que apareció al lado de un canal, casi sin pensar. Fue una experiencia horrible. Al peluquero, un holandés al que pillé a la hora de la comida -sobre las 12-, no le hizo nada de gracia que le interrumpiera su almuerzo, y me recibió con el sándwich de pepino en la mano y mala cara. Solo accedió a atenderme después de negociar el precio al alza. No tuve oportunidad de decirle “No use la maquinilla” en holandés porque me despachó con un par de movimientos de peine y salí de allí con cara de haber sobrevivido a un accidente.

La experiencia me hizo retroceder a la casilla de salida y no volví a pisar una peluquería durante el resto de mis meses holandeses, así que cuando llegué a Bucarest tuve que volver a enfrentarme a la situación. Aquí di gracias a Trajano por haber dejado el latín en Rumanía: maquinilla se dice «maşină». Algo pronunciable, especialmente cuando encontré una local en la que uno de los peluqueros había vivido varios años en Valencia y podía contarme cómo hacer la paella. Pero la “de verdad, no la que les dan a los guiris”.

Lamentablemente, mi peluquero rumano-valenciano desapareció de un día para otro y me dejó una vez más a la deriva, en busca de una peluquería en la que no me sintiera como un alienígena sentado en una mesa de reconocimiento.

La búsqueda fue infructuosa y desesperante hasta que me mudé a Viena y encontré, por casualidad, un lugar que me hace sentir como uno más: una peluquería kurda. En este negocio no me miran con ojos extraños ni me piden repetir ninguna frase porque no entienden mi acento. Están acostumbrados a que los clientes hablen árabe, serbio, rumano o alemán. Todo el mundo es recibido con una sonrisa por parte de los peluqueros, que se esmeran con detalle en hacer su trabajo. No vivía este grado de profesionalidad y calidez desde los tiempos de mi querido Alberto, sustituido, 20 años después, por Marwan. Todavía no he aprendido a decir «maquinilla» en kurdo, pero no me ha hecho falta.

Fuente de la fotografía.

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