Rincones de Viena: Karlsplatz al levantar la vista

Karlsplatz

Los primeros meses viviendo en una nueva ciudad, y sobre todo si es en un nuevo país, los dedica uno a mirar hacia delante por puro instinto de supervivencia. Lo habitual es caminar buscando el siguiente punto de referencia, siempre intentando orientarse, esquivar los carriles bicis que parecen imperceptibles los primeros días y confiando en no ser atropellado por un tranvía, esos mastodontes de acero que aparecen chirriando por la esquina sin previo aviso y que más de un susto han provocado a turistas y a algún que otro autóctono (que se lo digan a Gaudí).

La cuestión es que, pasados estos primeros meses de adaptación y sobredosis de nuevos escenarios, empieza uno a caminar con más desenvoltura y por fin puede levantar la cabeza para mirar por dónde está pasando. Es entonces cuando la nueva ciudad se empieza a presentar con su verdadera cara. En el caso de Viena, esta revelación trae consigo el pasmo de descubrir una ciudad que no deja de impresionar por su majestuosidad constante.

Uno de estos impresionantes rincones que he podido disfrutar con más calma ahora que ya tengo controlado por dónde pasan los tranvías es la plaza de Karlsplatz. Este lugar toma su nombre de la iglesia de San Carlos Borromeo (uno de los pocos ejemplos en el que el nombre en alemán, Karlskirche, suena menos enrevesado que en español), ubicada en un sitio preferente de esta plaza. Karlsplatz es uno de esos lugares recomendados por las guías turísticas por mérito propio, pero que a mí me ha encandilado por lo que no se ve en las fotografías de los folletos.

Porque la plaza de Carlos es uno de esos lugares donde ocurren cosas constantemente. Es a la vez una zona de paso y un punto de encuentro, creando una confluencia de fuerzas que la hacen vibrar durante todo el día. 

Cualquier mañana de cualquier día se encuentra uno con decenas de estudiantes en bicicleta acercándose hasta el edificio de la universidad, donde unas placas anuncian orgullosas que allí también estudiaron Johann Strauss, tanto el padre como el hijo. 

A media mañana, los márgenes del estanque artificial del centro de la plaza se llenan de un abanico amplio de ejecutivos, turistas y mochileros comiendo, sentados alrededor del agua, como en un ritual ancestral que de alguna forma los une en ese momento de comunión. 

Por la tarde, a partir de las cinco, cuando los austriacos ya terminan puntualmente su jornada laboral, la plaza bulle de patinadores mostrando sus últimos trucos, músicos practicando sus canciones y personas de todas las edades riendo, tomando el sol si hay suerte, bebiendo una copa de vino, de cerveza o de Club Mate, o simplemente dejándose llevar por la tarde, como lo haría uno frente al mar. En este caso, lo que se encuentra uno al levantar la cabeza y mirar a su alrededor no es el mar, sino la imponente iglesia reflejada sobre el estanque, con sus columnas trajanas y su bóveda de color verde vienés. Todo esto me perdía con las prisas.

Texto: Nacho Urquijo
Foto superior: Fyona A. Hallé 
Foto inferior: Thomas Ledl 

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