Viena

Tenemos que hablar de la plaza de Mozart

Por Nacho Urquijo.

Es difícil evitar la estatua de Colón en Madrid, dominando desde las alturas una de las arterias principales de la ciudad. También resulta complicado obviar la Estatua de la Libertad en Nueva York o el David de Miguel Ángel en Florencia, atracciones ineludibles para cualquier turista. En Viena, sin embargo, parece que Mozart, el mayor icono global con el que cuenta Austria, no ha tenido tanta suerte. 

Para encontrar la plaza de Mozart, es necesario rebuscar entre las callejuelas del distrito cuatro de Viena, bastante lejos del circuito turístico. Por fin, entre una tienda canina y un taller de costura, aparece tímidamente Mozartgasse, la calle de Mozart, un cuasi callejón de unos 20 metros que desemboca en la Mozartplatz, que más que plaza es plazuela. En el centro de este tranquilo lugar, entre negocios cerrados y establecimientos no demasiado transitados, como uno dedicado exclusivamente a accesorios para chimeneas, un restaurante italiano venido a menos y varios bloques de pisos, se erige la estatua dedicada al símbolo nacional de Austria, Wolfgang Amadeus Mozart. 

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15 kilómetros en 7 días y 3 ciudades

Correr quince kilómetros en una semana, ya de por sí, es un logro. Hacerlo en tres países lo ha complicado aún más, especialmente cuando la primera carrera tuvo lugar a finales de agosto en Rumanía, después de varios días atiborrándome a schnitzels, micis y bere. 

El escenario de la carrera, sin embargo, me ayudó a soportar la pesadez en las piernas. Me encontraba corriendo en el estadio vacío de Piatra Neamt, el lugar donde el equipo de fútbol FC Ceahlăul batalla por algún día superar la tercera división. A pesar de la modesta liga en la que disputa sus partidos, el escenario en el que juega es espectacular, principalmente por las montañas que se alzan a cada lado de los graderíos y que dan nombre al club.

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Una mudanza más

Una vez más, y ya van cinco, cambio de país. Esta vez me voy a vivir a Austria. Siempre que tengo ocasión, suelo contarle al pobre oyente que tenga delante que en cada mudanza envejeces un par de años extra. No es fácil volver a empezar en un lugar lleno de calles extrañas y caras que no hablan tu idioma. Acciones tan cotidianas y casi automáticas, como comprar el pan o cortarte el pelo, cuestan más esfuerzo del que le gustaría a tu cansancio y durante unos meses llevas una sombra de desconcierto que te persigue por la acera.

Hay una parte positiva, claro, como es la de sentirse presente, viviendo más existencias de las que te tocaría, descubriendo sabores que no conocías y exacerbando experiencias a las que de otra forma ya te habrías acostumbrado. De alguna forma, vuelves a ser un niño que se maravilla de lo cotidiano y se tropieza con sus propios pies.

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