Autor: Adrián Badía
Roma me acogió con una intensa lluvia que hizo crecer el Tíber hasta inundar los paseos laterales de la parte baja. Pusieron cintas policiales arriba para prohibir el paso, y no se pudo caminar o correr a la altura del río casi en toda la semana. Me encantó.
La llegada fue extraña. Booking, considerando que me había gastado lo suficiente en el alojamiento como para justificar el detalle, me había pagado el taxi desde Ciampino hasta el apartamento. Además, y, por primera vez en mi vida, alguien me esperaba en la puerta de salida sujetando un cartelito con mi nombre. Nunca me ocurrió durante mi estancia en Londres, cuando cogía un avión al mes —por aquel entonces empecé a colaborar con este blog, hace casi diez años—, ni tampoco en los cuatro años que pasé viajando, cada dos o tres meses, desde Barcelona a la capital inglesa. El cartelito también me encantó.
El taxista era alto, espigado, y chapurreaba muy bien el español. Salimos de la terminal, abrió su paraguas y fue en ese instante, al ponerme debajo, cuando soltó su primer grito. Un chillido corto, agudo, con el cual se le descompuso fugazmente el rostro. Acto seguido me miró, esperando mi reacción, pero conseguí, y juro que todavía no sé cómo, hacer como si no hubiera pasado nada. Aquello no paró y cada vez que emitía ese sonido me daba un susto de muerte. Pasaba, más o menos, una vez por minuto, y la mayoría de las veces interrumpía con él su propio discurso. Me pregunte qué enfermedad tendría, aunque acusé el agradecimiento que vi en su cara cuando ignoré el primer grito, e hice un esfuerzo para que los continuos sobresaltos no se me notaran durante todo el recorrido, en el cual tuvimos una amistosa charla acerca de Roma, de las lluvias que la anegaban, del tráfico —conducía al estilo romano, como un loco— y hasta de su familia y de lo que haría la semana próxima, que cogía vacaciones. Al llegar diluviaba tanto que se metió en dirección prohibida para dejarme justo en la puerta del apartamento. Le dejé propina, me dio su tarjeta por si necesitaba transporte a lo largo de la semana y la despedida fue tan familiar que, paradójicamente, me sentí más en casa durante aquel primer trayecto que el resto de la semana.

Roma se erigía ante mí como una auténtica desconocida, y no sólo por las nubes negras que la cubrían, algo que no ocurrió en mis dos visitas anteriores, sino también porque venía sólo, me alojaba en el Trastévere, no hacía calor y porque, como he leído repetidamente en la novela que acabo de terminar —Venus en el espejo, de Emilio Lara, una novela preciosa, y dura, y tierna y reveladora— Roma “non basta una vita”. De hecho, durante su lectura y mientras escribo esto he violado el orden natural del tiempo, y ahora creo firmemente que Venus en el espejo me acompañó durante aquella semana del pasado noviembre, aunque todavía no se hubiera publicado, pues he colocado a Olimpia, la “papisa”, en mis recuerdos, viéndola entrar y salir del palacio Pamphili; y también he insertado la epopeya sobre la construcción de la fuente de los Cuatro Ríos en Piazza Navona, con Bernini y Borromini batallando por la fama y la gloria, algo que descubrí allí y he vuelto a revivir cuando leía; incluso Velázquez forma ya parte de estas memorias, ya que la estancia en Roma de nuestro genio pintor me ha hecho sentir mucho, y evocar, y enamorarme; indistintamente de la insalvable distancia con su historia.
Pues también fui a Villa Borghese, maravillándome con El rapto de Proserpina, y con Eneas, Anquises y Ascanio, y por supuesto con Apolo y Dafne y su amor imposible, que es el que más perdura porque es el que más duele. Me recorrí Roma entera durante aquellos días, volví a visitar el Foro al completo, esta vez con buena temperatura y sin prisas; quedé con mi amiga Elisa y su novio Ale, que me llevaron a comer a mercados desconocidos; caminé una media de 20 kilómetros al día entre miércoles y domingo, pues lunes y martes trabajé hasta tarde, y sólo visité Saint Ángelo; escribí, durante algunas tardes, varias capítulos de mi nueva novela sentado en la terraza de una cafetería lateral al Panteón, el lugar que más frecuenté esta vez… Pero fue esa visita a Villa Borghese, con un aguacero que me empapó por completo, la que se quedó más grabada en mí, y la que ahora recupero y trastoco con nuevas imágenes, aunque no estuvieran allí en aquel instante.

Hay un momento que recuerdo especialmente: al salir del museo, una mariposa revoloteó frente a mí, parándose en un busto cercano. El invierno se acercaba y era raro que estuviera allí, aunque había hecho calor hasta hacía poco. Sabía que sería de las últimas. Era grande, colorida, hermosa. Me pregunté si Bernini, Miguel Ángel o quien fuera habría incluido una en alguna de sus esculturas, posada en la espalda de sus madonnas o sus dafnes. Y entonces, de súbito, vi a Flaminia, la mujer que robó el corazón de Velázquez, aproximándose despacio al busto donde estaba la mariposa. Mis latidos comenzaron a acelerarse mientras caminaba, deteniéndose paulatinamente hasta colocar una mano en la piedra. Luego me miró. Yo parpadeé, incrédulo, pero la mujer no se esfumaba: seguía allí, con su melena recogida, elegante y delicada en sus gestos, embelesándome con aquella belleza atemporal y dejando entrever que desaparecería en cuanto la mariposa, tan efímera como ella, alzase el vuelo. Era un anhelo acotado, como mi semana en Roma o la aurora de Sevilla, como el amor entre ella y Velázquez, forjado en gustos comunes como la pintura y la literatura, pero también con caricias vespertinas y roces a las primeras luces del alba. Una pasión que el pintor no dejaría que muriese con él; tampoco con ella. Por eso la inmortalizó.

Sentí entonces que disfrutar del vuelo de aquella mariposa, pese a intuir que en algún momento habría de terminar, fue una de esas cosas que hacen que la vida merezca la pena. Algo a lo que, de la manera que sea, poder volver, y despertar así todo lo que yace dormido, pues esa indolencia, pese a evitarnos el desgarro y el dolor del sueño que empieza y acaba, nos apaga lentamente hasta hacernos caer en la sombra.