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¿He vivido en los Balcanes?

¿He vivido en los Balcanes? Todavía no lo sé.

Sé que he vivido tres años y medio en Bucarest y otros tres años y pico en Zagreb. Incluso soy consciente de que ahora vivo en Viena. ¿Están las  tres ciudades en los Balcanes? 

La respuesta es un “depende” desconcertante.

Al principio lo tenía claro. Cuando solo me dejaba guiar por lo que veía, escuchaba y degustaba, no me cabía duda. Veía las calles efervescentes de Bucarest y me recordaban a las de Belgrado. Escuchaba el ritmo de la música que me iba encontrando en mis viajes por Turquía, Bosnia y Rumanía y reconocía los mismos aires orientales y unos dejes con alguna reminiscencia flamenca por todos estos países. Y lo más importante para mí, no dejaba de toparme con la misma comida y bebida por todos estos rincones: se pueden tomar variantes del sarma en Turquía, Rumanía, Grecia y cualquier país de la antigua Yugoslavia. 

Y de repente, el otro día en Viena, mientras buscaba entre las conservas del supermercado, me encontré con una lata de sarma. ¿Pero cómo puede ser? ¿Sigo en los Balcanes? 

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Vama Veche como punto de encuentro de Ovidio y unos hippies

No podía estar más lejos. Esa fue la razón por la que mandaron al poeta Ovidio desterrado hasta el sureste de lo que hoy es Rumanía. Hace dos mil años, la región de Constanza, en la costa del Mar Negro, era el último confín del Imperio Romano. Y fue precisamente este alejamiento de la sociedad lo que llevó a un puñado de hippies rumanos en los años setenta del pasado siglo a establecer este lugar como uno de sus destinos vacacionales preferidos. 

En particular, estos hippies recalaron en Vama Veche, la última población de Rumanía antes de cruzar la frontera con Bulgaria. Probablemente buscaban aquello con lo que castigaron a Ovidio: la soledad. Para una generación que había crecido bajo el escrutinio constante de la dictadura comunista, este destino dejado de la mano de Dios y de Ceaușescu era perfecto. Allí podían hablar sin bajar la voz y escuchar música extranjera sin temor a que la securitate apareciera por su casa pidiendo explicaciones.

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El día que renuncié a mi nombre

El otro día me cambiaron el nombre por decimocuarta vez desde que salí de España. Ya no me llamo Nacho, ahora me llamo Hasem. Y lo más extraño de todo no es que alguien haya decidido efectuar ese cambio por iniciativa propia, sino que yo lo haya aceptado de buen grado y empiece ya a responder a ese nuevo apelativo. “Tu café, Hasem”, “Gracias, señorita, que tenga un buen día”.

Se ha escrito mucho sobre los problemas de adaptación de los inmigrantes a las nuevas culturas. Lo último, el absurdo debate sobre el burkini (que cada uno se ponga lo que le dé la gana para ir a la playa, ¿no?). No se habla tanto en cambio sobre la enorme cantidad de pequeñas concesiones que tiene que hacer un recién llegado para encajar en una nueva cultura. Y no estoy hablando de grandes cambios en el día a día, que se aceptan porque se esperan: está claro que si te mudas de país es muy probable que te empiecen a hablar en otro idioma. Hablo de los pequeños detalles, esos que parecen elementales para los que están acostumbrados a ellos, pero que representan el mayor reto para el que los desconoce.

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Una carta desde Bucarest

Entró Goran Bregović luciendo un impoluto traje blanco en el escenario y lo primero que hizo fue presentar a sus músicos: “this is my band for weddings and funerals”, su grupo para bodas y funerales.

Y lo cierto es que lo parecían. Dos señoras búlgaras que rondaban la edad de la jubilación vestidas con coloridos vestidos folclóricos, varios hombres con camisa blanca y chaleco negro sosteniendo instrumentos de viento y luciendo diferentes grados de barrigas prominentes y, junto al inmaculado Goran, un hombre de tez de aceituna y camisa negra con adornos brillantes, encargado de la percusión y, lo más importante, el responsable de la voz.

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¿Por qué Bucarest?

Por Ignacio Urquijo

Vuelvo a España por Navidad y me encuentro con conocidos a los que hace tiempo que no veo, ni siquiera por Facebook (que ya es decir). Así que toca resumir tu existencia en un par de frases concisas, como si eso fuera posible, para ponerse al día de forma educada sobre los progresos vitales. Después de varios encuentros, puedo ya reconstruir el patrón de conversación: primero me preguntan por dónde ando ahora. Les respondo que por Bucarest. Acto seguido vienen ojos en blanco por parte de mi interlocutor. A veces provocados por el esfuerzo de discernir la diferencia entre Bucarest y Budapest (yo también solía confundirlos). Cuando por fin les confirmo que sí, que me he ido a vivir a la capital de Rumanía, lo siguiente que me suelen espetar es un sorprendido «¿por qué?». A veces, directamente, es un «¿para qué?», que es similar al por qué pero suele estar seguido por un «narices te has ido allí», o alguna palabra peor.

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