Por Nacho Urquijo.
Es fácil pasar por alto la plaza de Beethoven si se pasea despreocupado por Viena e incluso si se visita la ciudad intencionadamente como turista, tratando de ver todos sus lugares más emblemáticos. La plaza, situada en el exterior del anillo de la ciudad, no es un lugar muy frecuentado, a pesar de su cercanía a varios monumentos de la ciudad.
Los pocos turistas que se cruzan con este lugar por casualidad se sorprenden al encontrar a Ludwig van Beethoven mirándoles con su cara de cabreo desde lo alto de un pedestal sostenido por estatuas a tamaño real de querubines y ángeles esculturales.
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No obstante, si uno invierte algo más de tiempo en este tranquilo rincón de Viena y se sienta en uno de sus bancos, bajo los decanos árboles que dan sombra en verano y protegen del frío en invierno, se da cuenta de que la imponente estatua no es lo más llamativo de la plaza.
Lo primero que llama la atención, una vez se atiende a los alrededores, es que la mayor parte del tiempo no se oye alemán en este rincón vienés. La mayoría de los bancos de la plaza están ocupados, de forma cíclica, por los trabajadores del hotel Ritz-Carlton que van rotándose en sus pausas para fumar o tomar un tentempié. La puerta puerta trasera del hotel, no utilizada por los huéspedes, da a esta plaza. Durante estas cápsulas de tiempo, los trabajadores ataviados con un impoluto uniforme negro y un cigarrillo encendido entre los dedos charlan y dejan a un lado su idioma profesional, el alemán, para comunicarse en su idioma materno. Se cuentan novedades familiares en serbio, intercambian anécdotas de su vida austríaca en bosnio o telefonean en rumano a sus casas al otro lado de los Cárpatos.
Estos idiomas son los predominantes en la plaza durante la mayor parte del día, excepto por el rato en el que cada mañana los estudiantes de la escuela “Akademisches Gymnasium” disfurtan de su recreo. Los chavales inundan la plaza en tromba, llenándola de gritos exaltados en cuanto hace el suficiente buen tiempo para esparcirse por las zonas verdes, practicando bailes aprendidos en TikTok y jugando al balón prisionero en el pequeño campo de baloncesto de la plaza.
Cada día, los niños juegan con esa intencionalidad que da no atender a nada más que al momento lúdico, hasta que, obedientes, se recogen puntuales y vuelven en un suspiro a las aulas del centenario edificio del colegio, fundado en 1553 y que ha sido testigo y en algunos casos protagonista de lo mejor y lo peor de la historia de Viena, como atestiguan sus paredes exteriores, plagadas de placas conmemorativas.
Algunas de estas placas sonsacan una sonrisa al paseante distraído, como la que anuncia que el compositor Franz Schubert o el premio Nobel Erwein Schrödinger (sí, el de la popular teoría del gato) estudiaron en este lugar.
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Lamentablemente, el edificio también nos recuerda que en este lugar estudiaron e impartieron clase personas que tuvieron que abandonar forzosamente su hogar, su colegio, su trabajo, su vida, por pertenecer a otra religión, tal y como reza una de las placas de su fachada principal: “Recordamos a aquellos alumnos y profesores que tuvieron que dejar este colegio en 1938 por ser judíos”. La sonrisa que sacó el gato de Schrödinger se congela ante un nuevo recordatorio de que las atrocidades sucedieron aquí, en un tiempo que todavía está presente en edificios que seguimos utilizando diariamente.
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La nueva generación de chavales, afortunadamente, volverá a salir cada mañana a jugar a la plaza, sin darle demasiado importancia a la imponente estatua de Beethoven y a las placas. Los trabajadores tampoco se fijarán, absortos en sus conversaciones. Los turistas despistados pasarán de largo una vez se hagan la foto de rigor frente a Beethoven. La vida seguirá su curso y la plaza seguirá siendo testigo mudo de los acontecimientos.
Fotos: Nacho Urquijo