Autor: Nacho Urquijo.
La otra noche, mientras intentaba conciliar el sueño, jugué a recordar dónde estaba yo en cada uno de los mundiales de fútbol. El primero que viví fue el de 1990, pero entonces tenía solo dos años y de la primera mitad de esa década solo recuerdo el nacimiento de mi hermano (“más bonito y más arrugado” de lo que yo esperaba, palabras textuales) y un golpe que me di de cabeza contra la pared del patio mientras perseguía a un compañero de clase jugando a los autos de choque (evidentemente, sin autos).
El siguiente mundial, el primero del que tengo recuerdos, fue el de 1994 en Estados Unidos. Tenía yo seis años y se han quedado conmigo algunas imágenes muy nítidas: el brillante verde del césped de los campos de fútbol, los fascinantes colores de las camisetas de los jugadores (resulta que los equipos también tenían sus colores favoritos, como nosotros en clase), el descubrimiento de que aquello estaba pasando en un lugar lejano pero del que todo el mundo hablaba con admiración. No obstante, lo que recuerdo con más claridad y más cariño es la explosión de júbilo de mis tíos mientras veían alguno de los partidos y celebraban lo que me imagino que fue algún gol de España. Vítores, abrazos, cánticos por algo que no entendía del todo pero que claramente tenía que ser algo bueno, porque permitía a mis tíos comportarse como niños y yo tenía carta blanca para gritar de júbilo saltando de sofá en sofá. Ya está, no recuerdo nada más, ni quién ganó, ni hasta dónde llegó España.
El mundial del 98 en Francia fue, con toda su plenitud, mi primer mundial consciente. Ya tenía diez años y había respondido en multitud de ocasiones que, de mayor, quería ser futbolista. Dibujaba a Julen Guerrero siempre que tenía oportunidad, una vez tomada la decisión de que yo debía apoyar al Athletic de Bilbao, decantantándome por mis raíces paternas y dejando a un lado las maternas, en lo que fue una muestra de racionalidad bastante admirable para un niño: en Extremadura no había ningún equipo en primera división, y yo quería seguir a un equipo que al menos pudiera ver por la tele. Lo de ganar campeonatos no era tan importante.
Ese mundial de Francia trajo la primeras ilusiones futboleras de mi infancia materializada en el balón del mundial que me compró mi padre. Un balón místico, con unos motivos azules que parecían transportarme a un capítulo de Oliver y Benji cada vez que le daba una patada, con mucho cuidado, eso sí, para no mancharlo demasiado. El mundial de Francia también trajo las primeras grandes decepciones, cuando a Zubizarreta se le coló el balón por debajo del cuerpo y un equipo africano que vestía de verde intenso (todavía los colores) nos dejó fuera del mundial. Lágrimas. “¿Y ahora qué hago con el balón del mundial, Papá?”. En mi mente ese balón ya no tenía sentido, simbolizaba las ilusiones que el equipo de Clemente no había logrado materializar. “Pues lo sigues usando”, me contestó mi padre. Permiso para patear el balón sin miedo a mancharlo.
El mundial de 2002 fue el primero que viví en comunidad. Sucedía en un espacio y un tiempo diferentes. En Corea del Sur, un lugar muy lejano, y por la mañana, lo que provocaba que muchos partidos coincidieran con las clases en el colegio, al final del curso escolar. Tenía 14 años y viví con mis compañeros el éxtasis grupal que pueden provocar estos acontecimientos. Recuerdo madrugar una mañana de verano para animar junto con mis amigos uno de los partidos, en lo que nos pareció un acto de entrada a la madurez. Refrescos y patatas fritas a primera hora de la mañana para ver perder a España, pegándonos un golpe de realidad y empezando a estar cansados de escuchar aquello de “la maldición de cuartos”.
Del mundial de 2006 no he guardado tantos recuerdos porque tenía 18 años y aquel verano estaba a otras cosas. Fue el verano en el que me llegó una carta en el que me informaban de que me habían cogido en Periodismo y que dejaría Cáceres para ir a estudiar a Madrid, la ciudad prometida. Aún así recuerdo ver un partido en una abarrotada Plaza Mayor de Cáceres junto a mi grupo de amigos del instituto. La celebración desmesurada de cientos de personas cuando España marcó, cerveza por los aires y abrazos con desconocidos. También recuerdo las litronas que algún desaprensivo lanzó hacia el pequeño grupo de franceses (¿cómo llegaron hasta allí?) cuando se le ocurrió marcar a Francia. Locura de masas.
El mundial de 2010 de Sudáfrica también me pilló distraído y solo recuerdo los últimos partidos. Cuarto año de carrera y resulta que ya era un adulto que debe empezar a tomar decisiones trascendentales. Por suerte el mundial cae en verano y aquel mes de julio fui con mi grupo de amigos de la facultad a Mallorca, donde podíamos dejar aparcados los futuros problemas de persona mayor por unos días para concentrarnos en seguir siendo adolescentes un ratito más, a pesar de que ya teníamos 22 años. La doble fortuna se materializó en que España llegó a la final, con el waka-waka, Casillas besando a una periodista que había estudiado en mi facultad y Piqué ligándose a una estrella mundial. España ganó, ese recuerdo no se le olvida nadie, y nosotros lo celebramos a pesar de que la mayoría de los turistas de Mallorca no estaban muy contentos con el logro, incluido un numeroso grupo de holandeses que no nos dijeron nada bonito cuando nos cruzamos con ellos por la calle.
El mundial de Brasil en 2014 lo viví entre habitaciones de hotel, mientras realizaba el trabajo de recolección de datos por las costas españolas para la Universidad de Ámsterdam, participando en una investigación emocionalmente muy dura. Los partidos de fútbol pasaban por delante de mis ojos sin alegría y, por primera vez, sin interés. España perdió más pronto que tarde, pero daba igual, para mí perdieron todos. En solo cuatro años había pasado de adolescente en Mallorca a hombre cansado en Motril.
Por suerte el 2018 llegó con más ilusión y el mundial de Rusia fue el primero que me pilló viviendo en el extranjero. Vi varios partidos de España con una camiseta de Llorente (el Athletic perduró) en mitad de una terraza entre conocidos rumanos. Celebraba los goles yo solo mientras los demás acompañantes sonreían al español forofo y encontré una razón más para disfrutar del fútbol: me conectaba con mi infancia, con mi familia celebrando los goles en el 94, mi padre comprándome el balón del 98, mis amigos del colegio madrugando una mañana de verano del 2002, mis compañeros de instituto con los que entré en la mayoría de edad en el 2006, mis amigos de la universidad con los que se abrió más el mundo en el 2010…
No sé aún qué recuerdo perdurará del mundial que acaba de terminar en Qatar este 2022. Quizá el de celebrar los goles contra Costa Rica en mi piso de Viena, donde comenzamos una nueva vida este año, saltando del sofá como hacían mis tíos y dejándome llevar por la indulgencia de algo tan reconfortantemente simple y, a la vez, trascendental, gracias a los recuerdos de todas las personas con los que lo he vivido.