Por Nacho Urquijo.
Es difícil evitar la estatua de Colón en Madrid, dominando desde las alturas una de las arterias principales de la ciudad. También resulta complicado obviar la Estatua de la Libertad en Nueva York o el David de Miguel Ángel en Florencia, atracciones ineludibles para cualquier turista. En Viena, sin embargo, parece que Mozart, el mayor icono global con el que cuenta Austria, no ha tenido tanta suerte.
Para encontrar la plaza de Mozart, es necesario rebuscar entre las callejuelas del distrito cuatro de Viena, bastante lejos del circuito turístico. Por fin, entre una tienda canina y un taller de costura, aparece tímidamente Mozartgasse, la calle de Mozart, un cuasi callejón de unos 20 metros que desemboca en la Mozartplatz, que más que plaza es plazuela. En el centro de este tranquilo lugar, entre negocios cerrados y establecimientos no demasiado transitados, como uno dedicado exclusivamente a accesorios para chimeneas, un restaurante italiano venido a menos y varios bloques de pisos, se erige la estatua dedicada al símbolo nacional de Austria, Wolfgang Amadeus Mozart.
Para honrar al genio de la música, la ciudad de Viena decidió, más de 100 años después de la muerte de Mozart, instalar un par de figuras de bronce estilizadas que representan a los protagonistas de la ópera La flauta mágica. Tamino y Pamino, que así se llaman los personajes, se entrelazan encima de una fuente que lanza discretos chorros de agua por encima de unas figuras acuáticas con cara de monstruo. A pesar de lo forzado del pedestal, los personajes parecen estar agusto y los vecinos que deciden pasear el perro por esta zona pueden encontrar un sorprendente remanso de paz en medio de la gran ciudad.
La estatua de Viena no es la única que se puede encontrar en Austria en honor a Mozart. Salzburgo, la ciudad natal del músico, también cuenta con una. Fue erigida muchas décadas después de su fallecimiento y, en esta ocasión, Salzburgo sí ha elegido una de las plazas más transitadas de la ciudad para colocar una estatua de bronce del propio Mozart. Sin embargo, de alguna forma, la estatua parece hacer aún menos justicia al compositor, porque está llena de errores históricos, empezando por la especie de pluma estilográfica que sostiene en su mano derecha y terminando por el hecho de que no se parece en nada al representado. Por mucho que los bombones de Mozart y demás parafernalia turística nos intente convencer de que Wolfgang era un tipo de mirada fina y porte elegante, parece ser que en realidad el bueno de Amadeus tenía la cara picada y en general no era bastante agraciado.
El enorme esfuerzo de merchandising que ha puesto en marcha la maquinaria turística austriaca explica el refinamiento de la imagen del músico para ser más vendible. Por eso resulta más difícil de entender por qué estos lugares que honran a Mozart son tan cutres, muy por debajo del nivel de monumentos dedicados a otros héroes nacionales. Si se rasca un poco sobre la historia, se deduce que las plazas y estatuas dedicadas al músico se hicieron de forma humilde porque el propio Mozart terminó sus días de esta forma, falleciendo sin que se enterara casi nadie, siendo enterrado en una tumba sin nombre y olvidado rápidamente, una vez habían pasado sus años de fama como niño prodigio. Tuvieron que pasar más de 100 años para que el mundo volviera a descubrir a este genio que llevó una vida trashumante para poder sobrevivir, cobrando por actuaciones que le llevaban de ciudad en ciudad en duros viajes, y que terminó sus días escribiendo su propio réquiem con solo 35 años.
Quizá por eso, la pequeña Mozartplatz de Viena, en mitad de negocios corrientes y bloques de pisos, sea el mejor homenaje que se le pueda hacer a Mozart.
Foto de portada: Thomas Ledl