Por Silvia Sánchez
Atardece fuera, sentada al lado de la ventana mis ojos se pierden en el horizonte rosa, azul, naranja. Estoy volando… Literalmente. Qué poco que me gustan a mí los aviones… Intento distraerme escuchando Bon Iver. La chica de al lado lee ‘Cincuenta sombras de Grey’, parece que se cansa y lo deja, el hombre de alante ronca y el de atrás encadena una cerveza con otra. Alguien comunica por el altavoz que estamos a 30.000 pies de altura y el avión sigue agitándose.
Pienso en Madrid, de la que me alejo a una velocidad de la que solo soy consciente cuando nos cruzamos con otro avión. Vuelvo a “casa”. Vuelvo a mi piso, a mis plantas, a mi cama, a mi vida. Vuelvo a mi rutina de trabajar, discutir, hacer la compra, beberme unas pintas. Vuelvo a mi vida. La misma que he creado casi sin darme cuenta.
Y es que parece que no termino de acostumbrarme a las despedidas, a esa nostalgia prematura que me invade nada mas aterrizar en la capital.
Ya son unos cuantos viajes de ida y vuelta, horas de espera en los aeropuertos, y da igual que mi visita dure 3 días o 10, nunca me parece suficiente. Nunca me bastan las horas para ponerme al día con amigos, acariciar a mi perro, llenar de besos a mi familia. Hablo de la impaciencia por absorber Madrid y su luz, sus gentes, sus rincones, su vida. Habiendo crecido acostumbrada a coger el Metro para ir a todos lados, a pasear por la Gran Vía de arriba a abajo como si fuera una calle más, a perderme por el laberinto de las calles de Malasaña, a tenerlo todo al alcance, siempre, no me lo pensé dos veces cuando me compré mi billete a Edimburgo. Todos los madrileños que hemos vivido/vivimos una temporada en el extranjero nos damos cuenta de lo especial que es cuando más lejos estamos.
Hace un tiempo leí por casualidad un artículo sobre el sindrome del expatriado eterno, o choque cultural, con el que me sentí muy identificada, con el que es más que probable que también os sintáis identificados más de uno.
Sea cual sea el caso, siempre llega el momento en el que todo expatriado desea volver a su país de origen. Sienten la necesidad de estar en el lugar al que pertenecen y de sumergirse en la comodidad de lo familiar. Sin embargo, al regresar descubren que ese lugar al que pertenecían ya no es el mismo y nada está como lo recordaban.
Edimburgo es preciosa, única, y no hay día que pase que no vea algo que me haga enamorarme más, si cabe, de ella. Estar rodeada de tanta belleza e historia me llena de orgullo, y tengo la suerte y fortuna de poder llamarlo hogar. Siempre que vuelvo de viaje espero con ganas el cartel de la autopista que anuncia la entrada a la ciudad. Y con tan solo imaginarme el tener que marcharme algún día de aquí para siempre, se me parte el corazón.
Y a la vez, por muy retorcido que parezca, mi cabeza sigue volviendo a Madrid, a la ciudad que yo dejé a principios de octubre de 2010, tal y como la dejé, con mis circunstancias personales de entonces.
Miro por la ventana de nuevo pero ya es de noche. La azafata me informa de que tengo que apagar el ordenador porque el avión empieza el descenso para el aterrizaje…
Respiro hondo, cierro los ojos… Y cuando los abro, veo Edimburgo. Su inconfundible perfil me provoca una sonrisa en la cara. Parece que hasta veo mi casa… ¡Ay! me he vuelto a enamorar…
Autora (texto y fotos)
Silvia Sánchez
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