La primera entrevista

Por Laila M. Rey

Cuando el taxi me dejó en la puerta del edificio, un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. No sabía si era el mosaico con el nombre de la empresa en la entrada o las puertas de cristal. O la mirada indiferente que apenas me rozó de la chica de la limpieza.  Pero cuando entré finalmente en el despacho de mi nuevo jefe, hasta el aire parecía condensado de tensión; como si todo gravitara en torno a esa oficina.

La primera vez que lo vi estaba detrás de su mesa diseñada especialmente para impresionar. Hablaba por teléfono cuando me senté, esperando, sintiéndome diminuta. Me dio tiempo a recorrer con los ojos la oficina: los trofeos de los hoteles adornando las estanterías, el enorme cenicero de cristal junto a su nombre enmarcado sobre el escritorio y un envoltorio de papel tirado de algún sándwich que habría devorado hace un instante. Ya me dolían los pies pensando en los zapatos que debería llevar puestos al día siguiente.

Cuando terminó de hablar, me hizo las preguntas de rigor. Que si había trabajado en turismo anteriormente, que si sabía lo que eran grupos de garantizado, que si sabía idiomas. Yo le contesté con sinceridad, que era nueva en esto y que grupos de garantizado me sonaba a chino. “¿Eres de mente abierta? ¿Piensas quedarte mucho tiempo en Jordania? Porque lo que no quiero es formar a alguien y que se marche a los tres meses como hacen todos”. Resultaba un tanto inquietante pero no estaba especialmente preocupada. Sabía que la experiencia no era esencial, que lo que le interesaba era el castellano. “Si no vales, tendrás que irte” fueron sus últimas palabras antes de llevarme al departamento de español.

Cuando me senté en mi nueva mesa y le dijo a Hana que me explicara el funcionamiento del sistema, me olvidé de su mirada inquisitiva. Había decidido que quería aprender y sobrevivir en ese país. Volvía a trabajar y eso era lo que importaba. Trabajaría duro y acabarían apreciándome.

Todo parecía ir bien –o quería creerlo- el primer mes. Me pagaban un sueldo mísero pero pensaba que siendo novata no merecía más. Los precarios tenemos una vara de medir poco exigente. La agencia de turismo quedaba lejos de casa y pagaba en taxi una media de 4 dinares diarios. Eso hacía que al mes pagase 100 dinares (104 euros) sólo en transporte. Pagando transporte y vivienda lo que sobraba de mi sueldo eran 80 dinares (83 euros), sin contar el agua, la comida o la electricidad.

Una vez dentro del mundo laboral en Amman, empecé a apreciar las claras divisiones. Los expatriados con estudios superiores que trabajan en empresas europeas con sucursales en Jordania cobran un sueldo mínimo de cuatro dígitos. Otros trabajan en organizaciones internacionales y en ONG´s. Los jordanos cubren todo el espectro, con picos altos y bajos que dan vértigo. Como en todas partes, unos tienen sobradamente cubiertos sus necesidades mientras que el resto apenas llega a fin de mes. Aunque el sueldo mínimo ronda los 350 dinares (362 euros), los que reciben 200 dinares se alegran de poder llevar algo a casa. Los egipcios, sudaneses… deben conformarse con trabajar, tener un techo y llevarse algo a la boca.

Se ha vuelto habitual decir: “Vamos a llamar a un egipcio para que limpie la oficina”. Me sorprende oírlo incluso entre los sirios. Los invisibles, que parece que no están ahí –filipinos, bangladesíes- trabajan en la construcción cobrando por debajo del mínimo. El sector femenino se aloja en las casas de las familias adineradas y tienen que lidiar con el cuidado de los niños, mantener el jardín, lavar, limpiar… lo poco que reciben se envía a casa, para que “mi hijo pueda seguir estudiando”.

Durante cinco meses, llegaba a la oficina a las 9 de la mañana y me sentaba entre Hana y Rana, siempre ocupadas hasta las 5 de la tarde, cuando salíamos. La primera hora era la mejor porque aún no había llegado el jefe. Podían escabullirse durante unos minutos a la cocina a prepararse un Nescafé mientras miraban fotos del bebé de Rana. Ninguna tiene más de 27 años. Una con velo, otra sin él, filólogas en español y en francés respectivamente, bellezones de ojos grandes, esbeltas, también se escapaban al mediodía para rezar. Las observaba teclear todo el tiempo cuando Rana alzaba la voz y decía: “Hana, ya es la hora ¿vamos?”.. Y respondía: “Sí, voy, termino esto en un minuto y vamos”.

Se metían en el cuarto de reservas y cerraban la puerta para no ser interrumpidas. Parecía un ritual purificador porque, cuando volvían, un aura de paz las envolvía. Trabajaban con una sonrisa serena, como si nada pudiera alcanzarlas.  Alguna vez sonaba el teléfono.

¿Dónde está Hana?

En el cuarto de reservas– decía yo.

Escuchaba un suspiro. “Dile que me llame urgentemente en cuanto vuelva”.

Supongo que no cumplían con el prototipo de mente abierta. Eran como Zipi y Zape y yo las envidiaba. La ausencia de una se hacía palpable: a mi derecha se abría un agujero negro y a mi izquierda un ser se marchitaba. Era tanta la ternura que desprendían que la ucraniana que trabajaba en el mercado ruso se pasaba cada mañana por nuestro departamento para abrazarlas. “Este momento es lo mejor del día”, decía mientras las besaba varias veces en las mejillas.

Sofía, la jefa del departamento, se sentaba detrás. Con sólo tres años más que yo, sus orígenes encajan milagrosamente aunque parezcan una mezcla peligrosa –Suiza, Colombia, Jordania-, como los rompecabezas que tardan una vida en resolverse. Pelo corto, facciones latinas, personalidad arrolladora y una risa contagiosa. Domina el árabe, el inglés, el español y el francés. No parecía encajar en aquel lugar pero hacía años que se había vuelto imprescindible. Sin ella, sobrevivir al día a día hubiera resultado insufrible.

Hana intentaba ayudarme en todo lo que podía, pero no siempre disponía de tiempo. Por eso echaba la vista atrás con ojos suplicantes y Sofía me revisaba la cotización. “Has vuelto a olvidar que este ‘transfer’ se calcula manualmente y que se pone aquí, antes del total”. Hacer cotizaciones era lo más parecido a la meta en una carrera de obstáculos. Apenas podía aprender a cotizar porque llegaban a pares reservas en programa regular de españoles. Sólo hacía cotizaciones cuando no tenía reservas. Rellenar carpetas con datos, mi único cometido durante las primeras semanas.

Al mes, Sofía me comunicó que el jefe me haría un examen. No me inquietó. No había cometido muchos errores e iba entendiendo el procedimiento, pero Sara me advirtió: “Mejor que vayas preparada, voy a darte un par de datos que suele preguntar a todos”. Entrar al despacho ya parecía una prueba de valentía que sumaba puntos.

“¿Qué es un programa de garantizado? ¿Con cuántas agencias trabajamos? ¿Cómo se llaman los agentes con los que trabajamos? ¿Cuántas llegadas tenemos hoy? ¿y cuantas salidas? Dime cómo se llaman nuestros programas de garantizado.” Era agotador. Apenas pude responder a la mitad pero me libré de una con trampa. “¿Dónde está el hotel Marina Plaza: en Amman o en el Mar Muerto?” Me quedé a cuadros. “El Marina Plaza está… está en Aqaba.” “Quiero que me lo digas segura, ¿dónde está el Marina Plaza?”. “En Aqaba!!!”. Sentía que formaba parte de uno de esos ejercicios de motivación que se hacen en el ejército.

Durante aquel primer examen, se sentó con nosotros la subdirectora, que observaba todo entre asustada y divertida. Esa sí que era una mirada turbadora. Cuando terminó el interrogatorio volví al departamento. Lo había hecho fatal pero seguía allí. “Han pasado unos minutos y no me ha llamado por teléfono. Eso quiere decir que te quedas”, me dijo Sofía. Esa idea ya no me entusiasmaba tanto como al principio.

Continuará…

*Los nombres que aparecen en esta entrada son ficticios para proteger sus identidades.

Autora
Laila M. Rey
laverdadtrasvisible.blogspot.com
@laila_mu

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