De Madrid al cielo. De Sao Paulo al mar

Por Carlos Fernández

Cierra los ojos e imagina que vas a Brasil… Da vértigo, ¿verdad? Tanto, que un día decides recoger todo -que no dejarlo- y embarcarte en la montaña rusa del aventurero, aquella en la que dejas de imaginar, de cerrar los ojos, para abrirlos más fuertes que nunca.

Al cielo

De Madrid al cielo hay un largo camino de papeles. La primera lección que te da un viaje fuera de Europa es que hay algo más allá del viejo continente, que si queremos conocer, tenemos que ir de ventanilla en ventanilla a regularizar nuestra situación (regular, porque cualquier persona es legal ante la vida). Y tras esa larga ruta por la burocracia hispano brasileira, un buen día sin darte cuenta te encuentras con 23 años y una tarjeta de embarque para cruzar lo que llaman “el charco”. Lágrimas, aviones grandes, miedos, sueños y sueño. Y llega la cuenta atrás y los porqués, y no has salido de Barajas, pero todo es nuevo. Entras en la pista de despegue y te da tiempo de ver por última vez las cuatro torres de Plaza Castilla, recuerdas a las personas que te importan, las despedidas y los mensajes de ánimo, hasta que sueltas un suspiro, una mirada al vacío, sabiendo que dentro de un tiempo volverás a ver esos edificios. Boa noite, Espanha.

Cuatro torres Plaza Castilla, Madrid.
Las cuatro torres  de Plaza Castilla, Madrid.

Es cierto: la noche del 7 de febrero la pasé metida en un avión. Diez horas, cincuenta minutos, películas en español latino o portugués, dos comidas, azafatas “made in Brasil” y las conversaciones de unos argentinos que señalaban su preocupación por América Latina, “un continente que posee los recursos y debe seguir creciendo”. Qué paradójico, apenas media hora en el cielo, y la gente deja de hablar de crisis por evolución. Pero si hay un momento que grabé en la retina, fueron las imágenes que me regaló la ventanilla de mi AIRBUS. He de reconocer que es una faena que tu compañero de viaje y pasillo se quede dormido si te entran ganas de ir al baño, pero vuelvan a cerrar los ojos. Un océano de un color oscuro profundo, un vaivén de olas, y justo enfrente una luna llena: redonda, blanca y muy grande, observándote al mismo tiempo que a España. Y miras y remiras, buscando constelaciones, hasta que te quedas dormido, mientras que del suelo empieza emerger un contraste de luces y oscuridad, de ciudades y vegetación. Creo que no somos conscientes de lo grande que puede llegar a ser esto hasta que estás apunto de aterrizar con media cabeza en la ventanilla para dar crédito a una galaxia anclada en el suelo, una urbe que posee tantos edificios, que a las 5 de la mañana,  tiene tanta vida, que no alcanzas a ver el horizonte. Brilla, parpadea, rayos de una tormenta tropical al fondo… Era cierto: da vértigo.

Al mar

“Eu preciso fazer uma chamada”, así, a base de “portuñol”, di con un teléfono público. No fue difícil. Después de ver algo galáctico no esperaba una terminal pequeña en un Estado, Sao Paulo, de 20 millones de habitantes. Entras en el coche y empiezas a adentrarte en plena naturaleza a medida que sales de la ciudad. La carretera está adornada del color verde  de una Mata Atlántica, Patrimonio de la Humanidad, de la que sólo queda un 7% respecto al año 1.500, cuando cubría 1,2 millones de kilómetros cuadrados; que convive con algunas industrias por la falta de transporte fluvial y trenes. No obstante, sigue siendo un espectáculo tropical de cascadas, gente caminando por la carretera, calor, cielo despejado, olor a mar, un indígena… y la playa. Era el protagonista de una sorpresa, así son los brasileiros, profesionales en arrancar sonrisas, amigos de sus amigos, un corazón caliente abierto al futuro, a la gente, al orden y al progreso.

Cascada en plena Mata Atlántica.
Cascada en plena Mata Atlántica.

”No me lo creo”, toda la vida viendo Brasil por la televisión y allí estaba, más blanco que la leche, tratando de comprender cómo puede haber una arena tan fina, tan blanca, tan blanda y tan sonora. Estaba en la praia Juquehy (ver foto de portada), que significa: arena que suena, porque cada vez que caminas, el pie se hunde y produce un sonido parecido al que percibimos cuando pasa algo a gran velocidad cerca del oído. La playa habla y tú te quedas sin palabras. El agua es clara y verde por el reflejo de la flora; la temperatura es templada, con pequeñas corrientes de agua fría; y la visión, un espectáculo de islas, montañas, peces, cangrejos y “Bolachas do Mar”, algo que confundirías con una concha, de diferentes tamaños, pero con vida propia.

Un paraíso. Desde luego que lo es. Sin embargo, una vez que sales de la playa y vuelves a la ciudad, como antes de aterrizar, descubres que Brasil es un país de luces y sombras, de contrastes. Casas y grandes edificios o emplazamientos que apenas se tienen en pie, muy lejos de lo que entendemos como hogar y más cerca de las favelas. Un hecho que puede estar muy relacionado con una sensación de inseguridad, que no es tan profunda como imaginamos desde Europa, pero que existe y es palpable, que ha provocado, en los barrios que pueden permitírselo, la contratación de personas para vigilar cada calle 24 horas.

De Madrid al cielo, de Sao Paulo al mar. Los primeros días del resto de mi vida en el paraíso de los contrastes. Las cuatro torres de Plaza Castilla, las personas, las despedidas, los porqués y esa mirada al vacío que hoy abre los ojos más fuerte que nunca para poder cerrar los vuestros.

Da vértigo… ¿verdad?

Autor
Carlos Fernández
carlosfernandezgomez.blogspot.com
@Carlosfdezgomez

Esta entrada fue publicada originalmente en el blog Camino…

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