Por Adrián Badía
Segundo mes. El viejo párrafo que alimentaba mi melancolía día tras día se va diluyendo en los nuevos comienzos que, inevitablemente, iban a llegar:
Si despertar son mil quilates, de gloria bendita
mejor soñarme remendando, velas marchitas
que ya estoy harto de remar, compañera soledad
de tu puerta hasta la mía.
Tarde o temprano todo va tomando forma. Sea cual sea ésta. Cada persona lleva unos determinados parámetros en su interior, unos cauces que la acaban colocando, en un instante determinado, en este lugar o en otro. En un entorno de esta o aquella manera. Creo, sinceramente -por muchas negativas que me haya llevado al respecto-, que esas variables se pueden redirigir, aunque no por ello dejen de influir fuertemente en todo. Creo que las personas crecen, y que unas florecen y otras se marchitan. No creo en esas certezas que afirman que la gente nunca cambia, amarrando un carácter a una experiencia fatídica, a un error o a una marca de fuego en la frente. Negando la posibilidad de aprender. Eliminando la bella esperanza de hallar una última frase en aquella novela que te acompañó por medio planeta, y que esa frase, así como el lugar y el momento de tu vida en que llega a ti, cambien tu mundo para siempre.
Trafalgar Square. Llego a media mañana a uno de los lugares más famosos del mundo. No hay apenas nubes que impidan al sol hacer brillar la plaza, las grandes escalinatas, las fuentes y los leones que custodian la estatua de Horatio Nelson. Ésta, me informo después, posa su vista en dirección a Westminster. Subo hacia la National Gallery y me siento al borde de uno de los jardines que flanquean la entrada, tras sortear a Darth Vader, al maestro Yoda, y a un tío vestido de gris que, pese a la fama de los dos anteriores, se lleva todas las atenciones -y sus consecuentes monedas-. Me coloco cerca de una pareja de músicos, compuesta por un negro corpulento con una pequeña batería, voz ronca y gesto amable, que marca el ritmo del ukelele de su compañera, rubia, pálida y que no canta nada mal. Como se irá dando cuenta el lector, la Historia es uno de los pilares de mi vida -y soy algo radical en este tema, considerando que el conocimiento de la misma debería ser inculcado casi al tiempo de aprender a caminar; seguro que así más de uno no hubiéramos errado tantos pasos-, así que saco la trilogía de Alexandros que me ha acompañado durante el viaje, y me pongo a leer. Al cabo de un rato, la letra de Zombie -The Cranberries- entonada por la cantante hace que levante la cabeza, mientras el mercenario griego Memnón de Rodas agoniza en su lecho en algún lugar del sur de Anatolia. Trafalgar Square rebosa vida, y el bullicio se convierte en griterío cuando unos exhibicionistas se ponen a dar saltos por encima de voluntarios sonrientes y algo nerviosos.
Agacho de nuevo la cabeza y vuelvo al mundo antiguo, viendo cómo Barsine, esposa de Memnón y descrita como una de las mujeres más bellas de Oriente, se reúne con su marido en sus últimos momentos de vida. Leo cómo aquel gran mercenario, que fue el único en desafiar con éxito al más grande los conquistadores, se desvanece olvidado en medio del desierto. Observo cómo el destino le priva de una gloria que a buen seguro la Historia le daría, privando a su vez a Alejandro Magno del único hombre que supo hacerle frente y retrasar lo inevitable. Sin polvo en las manos, con su espada enfundada y sus hombres disgregados por las tierras y mares del mediterráneo, Memnón de rodas muere a causa de una enfermedad. Lo hace, ya en la novela, en compañía de su mujer, de sus hombres más fieles, y, más de dos mil años después, también de la mía. Así como de todos los que han leído o leerán sobre él.
Cierro el libro, decidiendo no leer más en el transcurso de aquel día como pequeño homenaje a aquel gran general cuya muerte a buen seguro también sentiría el mismo Alejandro. Me levanto y echo una moneda a los músicos -ya os habréis dado cuenta que siento predilección por los mismos-, encaminándome a Picadilly, donde asistiría a una quedada que luego resultaría en una noche increíble de risas y descubrimientos, de cervezas y nuevos amigos de los que espero disfrutar hasta que, inevitablemente, nuestros caminos se separen. Pero para eso aún queda.
Echo una última ojeada a Nelson, firme y con la vista puesta en el horizonte, en el cual se descubre el Big Ben elevándose entre la marea de edificios. Intento pensar y descubrir, en relación con el comienzo de este post, qué tecla sería presionada en el nacimiento, educación y entorno de una persona para que alcance la grandeza del almirante que nos torteó en Trafalgar, o del muchacho macedonio que conquistó el doble de territorio que todo el Imperio Romano que vendría después. Así como de todos los grandes cuyo eco ha llegado hoy hasta nosotros. Algunos por burdos engaños, todo sea dicho. Pero otros no. Y a éstos últimos me refiero. Según voy leyendo, algunos de esos misterios se van revelando, claro está. Alejandro, por ejemplo, fue discípulo de Aristóteles, que lo fue de Platón, siéndolo este último, a su vez, de Sócrates. Bingo: hijo de reyes conquistadores como su padre Filipo, posible descendencia de Aquiles y Héctor -cosa que se puede o no creer, así como la existencia de éstos últimos, pero a mí al nacer me dicen que desciendo de Julio César o de Carlomagno y mis aspiraciones cambian un poquitín. Y ellos firmemente lo creían-, y discípulo de maestros que dedicaron su vida a estudiar y engrandecer todo el conocimiento humano. Pues ahí lo tienes, conquistando medio mundo. De Nelson no puedo deciros mucho aún, sólo que era muy diestro y que nos jodió bien, pero también hubo negligencia por nuestra parte. Lo que pasa es que los ingleses quieren mucho lo suyo, a veces hasta sin importar lo que pasó. Pero este almirante sí fue grande, por lo que tengo oído.
Así que sí, creo concluir por el momento. As far as I know, esto puede ser de esta manera. Un hombre nace y está condicionado por miles de factores que decidirán en parte quién es y en quién se convertirá. Factores ajenos a él, de los que no podrá deshacerse y que lo definirán de una cierta manera. Pero llegará un punto en el que podrá moldear esa base a su antojo. Y espero que nadie pueda convencerme de lo contrario. De que un gilipollas no puede dejar de serlo, siendo la actitud y la voluntad de conocer y mejorar lo que marcan a una persona. Alejandro pudo coger un día y decir: me quedo en Pella. No salgo de Macedonia. Pero decidió no hacerlo. Igual que nosotros decidimos lanzarnos a vivir en otro país, igual que, como dice Tolkien, los héroes podrían rendirse pero no lo hacen. Porque todos luchan por algo.
Ganando a cada paso, cambiando con cada experiencia. Cruzo Leicester Square, llego a Picadilly y espero en una esquina que no sé cuál es a gente que no he visto nunca. El día sigue soleado, y empiezo a pensar qué hacer en caso de que no aparezca o no encuentre a nadie. Estoy en Londres, me digo. Esto está maliciosamente lleno de cosas que hacer. De pronto, alguien me toca en la espalda. Después de todo hoy no beberé solo.
Autor (texto y fotos)
Adrián Badía
@AdriBadia
leondeflandes.blogspot.co.uk/