Bordeando Notting Hill

Por Adrián Badía

Veo repetidos, por tercera vez, los goles de Bélgica en la tele de mi nueva habitación. A su lado, encima del pequeño frigorífico, el vapor de la tetera me avisa de que el agua hierve, así que me sirvo el té. No me culpen por ello, mi compañero de trabajo me pregunta cada hora si quiero té. Empiezas por un sí al día, la cuenta va aumentando, y después ya te lo pide el cuerpo. Hay que adaptarse.

El panorama ha cambiado. Después de casi cuatro meses, un par de mudanzas -una forzada y otra triste y necesaria- la cosa ha dado un giro total en cuanto a hogar se refiere. No todo podía ser bueno, al principio. Son de sobra conocidos los problemas con los ‘landlords’ en esta ciudad -dueños, caseros, como los quieran llamar-, y yo no podía dejar de experimentar uno. La cosa en zona 5 no funcionó, y tras una trifulca con voces ligeramente altas, dejé aquel antro con ocho perros, un gato y paredes llenas de fotos y recuerdos de una vida que no se supo reconducir en su momento, ahora convertida en resaca solitaria y amargor seco, áspero. Violento.

Después vinieron más de tres semanas de transición con Sara, mi querida Sara Cottom -qué hubiera hecho yo sin ella- que me acogió en aquella finca que compartía con su ‘landlord’ pero que se encargaba ella en su totalidad. Recuperé el dinero perdido en la trifulca haciendo de jardinero -es hasta divertido manejar el tractor- y cuidando de Fudge, un precioso Alaskan Malamute de pelaje acaramelado que me esperaba ansioso todas las tardes mientras mezclaba su lata de carne con aquellos crispis de colores. Pelis, pelota, cervezas, compras, travesías en coche. Gracias Sara, jamás podré estar lo suficientemente agradecido. Pero aún nos queda mucho por hacer. Aquí o con los canguros.

Y por fin, ya consumida la mitad de mi estancia aquí, justamente tres meses después de haber llegado, aterricé en Bayswater. En mi primer post dije que cada finde viajaba a la Londres de verdad. Pues bien, ahora vivo en la Londres de verdad. Bordeando Notting Hill, a suficiente distancia para no irrumpir en uno de los barrios más famosos de Londres, sus precios turísticos y ajetreo desbordante; pero tan cerca como para acercarme una tarde a dar un paseo por sus librerías y cruzarle la cara a Hugh Grant. Nunca me gustó mucho: nadie como Richard Gere para la buena de Julia Roberts. Así que sí, la auténtica Londres.

Estoy a cincuenta metros de la parada de Bayswater, que me sube a Paddington a diario para coger el Western Train. Posee dos líneas de metro (Circle, District) que bordean toda la zona uno y que se complementan con una tercera, Queensway, y sus más de cien escalones o apretado ascensor para dar acceso a la Central Line. Pero este barrio es más que conexiones. Como en toda Londres, jamás se deja sentir la tan famosa multiculturalidad de esta ciudad, pero en mi opinión nada como el centro para verla en su mejor vertiente.

Igual que me encontré con lo peor, ahora estoy degustando lo mejor de vivir en el centro de uno de los centros neurálgicos del mundo. La Londres en la que, apenas asoma un rayo de sol, Hyde Park rebosa vida, y sales a correr olvidando que hay una ciudad allá fuera. Travesía en la que ves -hoy han sido un egipcio y un argelino, creo- dos chavales jugando a fútbol y sólo hace falta un gesto para que te pasen la bola, estés media hora haciendo toques con ellos, les choques el puño y sigas tu camino. Enormes explanadas de césped llenas de gentes de todas las razas y condiciones, deportistas, perros corriendo de aquí para allá. Corredores con los que, al cruzarte y ver que te apartas, sonríen agachando la cabeza. Qué más da lo que digan sobre su doble moral, si a la mayoría jamás me los volveré a cruzar. Y gusta que te sonrían. Ya lidiaré con los más cercanos: los demás que sigan siendo educados. Aunque, eso sí, no vayas lento en la parte izquierda de los pasillos de entradas o salidas del metro/tren. He llegado a comprender ese instinto asesino, y lo comparto plenamente.

En fin, este es mi nuevo barrio, este es Bayswater. La vida es cara, pero haciendo balance te das cuenta de que la diferencia entre vivir aquí y en cualquier otro barrio más alejado quizás sean un par de cientos. Y yo, personalmente, los pago. Y no cobro una mierda, eh. Al fin y al cabo, mi estancia en Londres tiene fecha de caducidad, aunque aún no sepa con total seguridad cuál es. Así que decidí privarme de esto por aquello, y como en esta ciudad es difícil ahorrar, tampoco es que tenga remordimiento alguno.

Así que de momento aquí seguiré, tomando vino chileno mientras suena la guitarra, escuchando a Giovani Longi y su estupenda Fender acústica cada domingo por la noche, charlando en el ‘gym’ con el alicantino e insultándome con el giputxi, echando de menos al fleto de Francisco, ya en Brasil viendo el mundial, aunque con Catalina haciéndole un relevo maravilloso; cenando en libaneses y haciéndome cada vez más adicto al hummus, viendo pasar amigos fugaces, y abriendo mi tomo de «Veinte años después» cada noche sin creerme aún que esté en la misma ciudad en la que, doscientos años atrás, un joven gascón se aliase con el duque de Buckingham para fabricar unos herretes imposibles en un tiempo récord. Aunque eso, sabido es, nunca ocurriera de verdad.

Autor (texto y fotos) Adrián Badía @AdriBadia leondeflandes.blogspot.co.uk/

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