El tenis y la vida

Por Adrián Badía

La historia, hoy, va de tenis.

Y es que cuando un servidor empieza a jugar a este deporte viendo los primeros coletazos de Nadal, sus primeras victorias contra Federer, sus posteriores batallas año tras año, grande tras grande, es imposible desvivirse por escribir que al fin ví al, hoy día, mejor jugador de la historia. A unos metros, en el O2 Arena de Londres, y disputando su novena edición del torneo de maestros, de las cuales ha ganado seis. 

Llegamos al O2 Arena ya de noche –Don Alejandro, Alberto, Íñigo y el arriba firmante- bajando en la estación de North Greenwich (Jubilee) y encontrándonos, al subir, la enorme estructura ovalada de frente, que iluminaba aquella pequeña península que forma el trazo travieso del Támesis. El azul era el color predominante en aquel festival de luces y de gente, todos dispuestos a ver a los mejores, cuyas fotos adornaban la entrada del gran complejo que no sólo albergaba la pista del torneo; estaba también lleno de tiendas, restaurantes, bares, cines, y más lugares que no tuvimos tiempo a explorar.

No pude evitar comprar una bandera de Suiza para hacer un poco el gamba. Me la até al cuello y allí fuimos los cuatro. Un cosquilleo me recorrió el estómago al entrar y observar el espectáculo que tenían montado: grandes pantallas, sables de luz iluminando todas las líneas de la pista, música y golpes de tambor. Gladiadores del siglo XXI, los llaman.

Y es que el tenis es muy parecido a la vida. Nos encontramos en un escenario rodeados de gente, unos deseando que ganemos y otros lo contrario, que perdamos; escuchamos los gritos de ánimo pero son los otros los que nos llegan más hondo, los que tenemos en contra. Intentamos pelear contra el adversario, que a veces es mejor y otras peor, sabiendo que sólo tendremos la oportunidad de ganar si no caemos derrotados primero contra nosotros mismos. Al final todas las voces callan, como cuando paseamos por grandes avenidas de grandes ciudades pensando en cómo seguir adelante, estando solos en medio de todo el mundo, cuando el tiempo se para y todo calla, porque en el fondo nacemos, vivimos y morimos solos, pese a ser amados y amar y prestar la mano y ser ayudados.

Entonces, y después de todo eso, puedes empezar a comprender cómo Roger Federer puede golpear la bola de esa manera. Puedes llegar a hacerte una ligera idea que un poco menos de aceleración en el golpe, un ínfimo ángulo mal establecido, una muñeca que gira un poco menos o un pelín más tarde, un pie algo más adelantado, un segundo antes o después o la bola a destiempo… pueden hacer que el golpe no salga como sale, fallando el tiro o dejando el siguiente a merced del adversario. Pero sobre todo, y cuando todos esos parámetros son ya automáticos, fruto de una vida de duro entrenamiento -y también talento innato, por supuesto- es la confianza o batalla contra uno mismo lo que marca la diferencia. Lo que en tenis se llama «sentir la bola». Saber, de antemano, que va a ir dónde tú quieres. No dudar ni un segundo y aplicar lo que llevas dentro, sentimiento que a veces, debido a las circunstancias o al buen juego del adversario o al miedo a fallar, se pierde. Y toda una vida queda, de golpe, a merced del puro azar.

Raonic falló el punto de partido. Pero esa gente está ahí porque no suelen fallar. Algo tan difícil como eso, no fallar. Porque ya han fallado antes, y no una bola, sino miles. Almacenando en su cabeza que en este punto de la pista y con la bola a esta altura hay que colocarse y darle así, e igual en decenas de miles de bolas y momentos. Raonic falló el punto, Federer celebró con el ligero puño en alto aquel Tie-break en blanco -el primero que he visto en mi vida o que recuerde, qué casualidad-, y la jornada tocó a su fin.

Y yo salí de allí, más que nunca, con un mono de tenis de mil pares de cojones.

 Autor (texto y fotos)
Adrián Badía
@AdriBadia
leondeflandes.blogspot.co.uk/

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