Las primeras lágrimas

Las lágrimas ajenas son el presagio de nuestros futuros escarnios. La primera vez que vi a Hana -un alma de cántaro, tan fuerte y frágil al mismo tiempo- volver de la oficina del jefe con las pupilas vidriosas, supe que el trabajo no sólo no tenía arreglo, sino que iba a empeorar. Después de entrar de puntillas a la oficina durante semanas, la redacción de un email hizo sonar la alarma: se coló un suplemento donde no debía. Un minuto después, recibía un mensaje sin asunto con una frase escueta alargada con signos de interrogación interminables.

What is thiiiiiiiiiiissssssssssssssssssssssssssssssssssssssssssss???????????????????????????????

Como si una ráfaga de viento recorriera toda la oficina, el Director apareció por el pasillo como una flecha y me espetó: “¡No vuelvas a mandar ni un solo email! ¿Me has oído? Ni para pedir un café.”

“¿Pero qué he hecho?” pregunté sin entender nada mientras lo veía marcharse lanzando improperios. Hana me lo explicó: “Nunca mandes este suplemento a Reservas o nos cobrarán de más. No te preocupes, se le pasará. Tú sólo no vuelvas a hacerlo y pregúntame todas las dudas”.

No había remedio, había firmado mi sentencia de muerte. Cada vez que me llamaba a su despacho temía que me despidiera: “Traduce este correo. Esto me pasa porque vosotros no hacéis vuestro trabajo”. Con el punto y final de cada cotización, me desplazaba tortuosamente hasta su despacho para que lo firmara antes de mandárselo al cliente. Se había impuesto como norma para todos desde que Sofía había mandado una cotización con un precio no revisado. Ese trance era el peor momento del día: asomarse por la puerta, comprobar que no está ocupado, acercarse a un polo que te repele como si lucharas contra la gravedad, lograr que te firme la cotización sin muchas preguntas y largarse deprisa antes de que te de tiempo a respirar.

Cada semana recibíamos un email de Recursos Humanos con alguna nueva prohibición: “Contabilizaremos las salidas que hacéis para fumar a lo largo de vuestra jornada”, “El mismo día que enferméis deberéis traer un comprobante médico para justificar vuestra ausencia o se os descontará de vuestro salario”, “Cualquier error en los precios que ocasione pérdidas a la empresa, será descontado de vuestro salario”.

Otras prohibiciones eran temporales, dependiendo del estado de ánimo. Un día, durante el descanso, viendo que la chica que solía traer cosas del supermercado no iba a salir, decidí ir en su lugar y fui preguntando a todos si querían que les trajera algo, ya que me pillaba de paso. No era la primera vez que lo hacía. Muchos de mis compañeros se morían de hambre y apunté en un papel todos los pedidos. El jefe me vio salir y cuando regresé la subdirectora me llamó a su despacho. “¡¿Quién te ha dado permiso para salir de la oficina?! ¡Está prohibido salir en horario de trabajo! Quién te crees que eres, ¿la chica de los recados? Ahora mismo firmarás un acta de aviso donde se te informará que has cometido una falta grave!” Los gritos con los que recibí la nueva prohibición se expandieron por los departamentos como una onda expansiva. Fui a Recursos Humanos y firmé un papel donde me disculpaba por mi actitud improcedente.

Volví a mi mesa. Me sentía humillada. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas cuando vi salir a Hana y Rana de Reservas, con esa paz en la mirada, y en seguida me preguntaron qué me pasaba. En cuanto Hana se enteró, se indignó y fue directa al despacho de la subdirectora a contarle su versión de todo lo sucedido. Cuando volvió me explicó: “El jefe te ha visto salir y se ha puesto hecho una furia. Ha ido directo a su despacho a reprenderle por dejarte marchar. Por eso ha sido tan dura contigo, porque el rapapolvo se lo he llevado ella primero”. Comprendí. Cuando ella supo por qué había ido yo en lugar de la chica de siempre, también comprendió. Se creó un silencioso lazo de complicidad que se resquebrajaría demasiado pronto.

Gracias a Sofía, Hana y Rana lo cotidiano se hacía casi casi agradable. Nos reuníamos en la cocina minúscula de la oficina, desenvolvíamos nuestro bocadillo, nos apoyábamos contra la pared y charlábamos mientras preparábamos un té para todas. Sólo teníamos permitido 10 minutos. A veces éramos tantas las chicas que no cabíamos en la cocina, por eso debíamos dividirnos por turnos. Si el jefe salía de su despacho y pasaba por la cocina, una mirada de soslayo nos recorría a todas. Tenía una forma sutil de hacerte sentir culpable de tus 10 minutos de almuerzo.

El día que recibí otra perorata por no mandar confirmaciones antes de las 9:30 de la mañana pensé que debía buscar otro trabajo urgentemente. Debía haberlo hecho desde el primer día. Se convirtió en regla de oro: “Las ofensas hacia tus compañeros hoy, las futuras humillaciones propias del mañana”.  Si el jefe iba a nuestro departamento, no me dirigía la palabra. Ni siquiera me miraba. Fueron las chicas las que me enseñaron todo lo necesario para desenvolverme en este mundo. Me enseñaron a cotizar, a comunicarme adecuadamente con los clientes, a señalar en el mapa cada lugar turístico importante, a tener paciencia, a ser ordenada, a revisar cada reserva 100 veces para evitar errores. Un error significaba percibir menos del salario mínimo al final del mes. Afortunadamente nunca ocurrió.

Cuando parecía que las cosas no podían ponerse peor, llegó Leire. También española, dio por casualidad con el puesto en el departamento de español cuando su marido –guía jordano-  se integraba al equipo de guías de la agencia. No era una novedad. Otra de las prácticas lapidarias del jefe era contratar a una nueva y observar cómo se comportaba la última de abordo. Mientras la nueva invertía tiempo en familiarizarse con el sistema, esperaba que la otra se enojara lo suficiente para despedirla.

El jefe mostró predilección por Leire desde el principio.  Iba a su mesa, le preguntaba por su marido y le sonreía, dejando claro quién era ahora la favorita. Cuando alguna vez salíamos fuera, Leire me contaba que el jefe le había prometido que sería la nueva jefa del departamento, porque una de nosotras estaba a punto de dejar la empresa. “¿Tú crees que se refiere a Sofía?” me preguntaba. Yo pensaba que se refería a mí.

Como sabía que el jefe buscaba que yo me crispara, hice todo lo contrario. Trabajé más duro. Simpaticé con Leire. Le enseñé todo lo que había aprendido en esos tres meses. “Menos mal que estás aquí porque los demás no tienen tiempo para enseñarme.” Me encariñé con ella como si fuera la hermana pequeña que nunca tuve.

El jefe le preguntaba si notaba que alguna de sus compañeras le hacía el vacío y ella contestaba que no, que todas la trataban bien. Su plan flaqueaba. Yo tenía sentimientos encontrados, no sabía si me alegraba o me entristecía. Porque, ¿de qué sirve quedarse en una empresa donde te tratan con desprecio por un sueldo de mierda?

Era cuestión de tiempo. Sólo había que buscar otras alternativas. Ahora ya sabía manejarme en el mundillo, empezaba a hacer cotizaciones y a entenderlas. Quizá buscando en otra agencia…

A los cuatro meses nos anunciaron a las dos que tendríamos un nuevo exámen. Consistía en hacer una cotización a mano, sin Excel, con las tablas de precios y una calculadora. La subdirectora puso el cronómetro y me dejó trabajando. Cuando la revisó, encontró varios errores y se irritó. Luego pasó Leire y cometió errores también, aunque menos. “Laila, no te preocupes, nosotros llevamos años trabajando aquí y seguimos cometiendo errores”, me decía Sofía para animarme. Pero yo me temía lo peor. En una semana volvía el jefe de un viaje de negocios y sabía que la subdirectora le enseñaría nuestras cotizaciones. Leire y yo quedamos fuera del trabajo para tomar un café. De alguna forma compartir las frustraciones nos ayudaba mucho. “Esta es la definitiva, o tú o yo”, le dije.

“Pues casi que preferiría que fuera yo», me decía. «Para lo exigente que es y lo que nos paga… y yo no me veo sustituyendo a Sofía».  Nos mirábamos autocompadeciéndonos, pensando en el maldito instante que nos había conducido a esas circunstancias. Pero nos alegrábamos de que, pasara lo que pasara, habíamos ganado algo ya: el consuelo de una amistad que germinaba al fuego lento de las adversidades.

Continuará…

*Los nombres que aparecen en esta entrada son ficticios para proteger sus identidades.

Autora
Laila M. Rey
laverdadtrasvisible.blogspot.com
@laila_mu

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