Por Ignacio Urquijo
Al principio no entendía por qué los alemanes tenían esa fijación por el sol. Los veía tostarse en alguna de nuestras playas, hasta ponerse peligrosamente rojos, y no comprendía por qué les producía tanta felicidad quemarse la piel. Después de una temporada en Berlín no solo los he entendido, sino que he empezado a imitarles. Son tan duros los días de gris plomizo y lluvia cansina que en cuanto se abre el cielo y aparece un rayito de sol -a veces cada tres días, otras cada tres semanas- uno corre a cerrar los ojos, poner una sonrisa de bobo y dejarse acariciar por el calor reconstituyente.