Por Laila M. Rey
Este ha sido un año agridulce. Dejé un trabajo seguro en abril, con un sueldo razonable cada mes, para convertirme en freelance y hacer lo que siempre había querido: periodismo. Gracias a la visita inesperada de un fotógrafo conseguí publicar varios artículos en un periódico español que, tras un pequeño susto y una visita a los servicios de seguridad, acabó acreditándome en el país. Por fin pude trabajar legalmente, con tarjeta de periodista y residencia por el periodo de un año. Ha sido la primera vez en todo este tiempo que no he tenido que preocuparme en renovar mi visado o pensar por qué frontera voy a cruzar para poder seguir en Jordania. Haber conseguido eso me ha dado cierta seguridad que no había disfrutado hasta entonces. Ahora puedo moverme por el territorio sin pensar si llevo o no el pasaporte dentro de mi pequeña riñonera, que llevaba siempre bajo la ropa por precaución. Ahora basta con enseñar mi tarjeta de residencia para que se abran todas las puertas.
He entrevistado en árabe a decenas de personas, sobre todo refugiados que huyen de la violencia de Irak y de Siria. He conocido el horror de tantas maneras que ya no estoy segura de si los testimonios me perturban tanto como al principio. He conseguido hacer coberturas sobre una de las organizaciones que más está ayudando a los heridos de guerra: Médicos Sin Fronteras. He viajado al norte del país para conocer de cerca las consecuencias de los barriles bomba que Bashar al Asad lanza contra su propia población indiscriminadamente, recogiendo las palabras de los supervivientes, casi tan demoledoras como los rostros demacrados que las contaban.
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