Texto y fotos por Laura Ledo
Cuando me despierto, no importa lo temprano que sea, me incordia la luz. Aún con el cuerpo entumecido me pregunto por qué la ansiedad mañanera de los conductores del barrio. Los autobuses apurados, los semáforos lentos, las caravanas inaceptables con la melodía irritante de las bocinas… Señores, que son las seis de la mañana. La vecina de al lado abre la reja de la puerta con un empujón descuidado y es la señal definitiva: el día ha comenzado. A partir de aquí es el reloj y el metro, las escaleras mecánicas abarrotadas, las mareas, los sándwiches para llevar, las señoras en la calle que te ofrecen periódicos en chino absoluto –y con tu cara occidental, les sonríes fugazmente “no entiendo ni una palabra (todavía)”–. La cuesta al trabajo, la humedad en el edificio, las sardinas en el ascensor y de nuevo el reloj, pero con risas de niños y pequeñas victorias lingüísticas. Así es la semana, eminentemente.
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