Texto y fotos por Laura Ledo
Cuando me despierto, no importa lo temprano que sea, me incordia la luz. Aún con el cuerpo entumecido me pregunto por qué la ansiedad mañanera de los conductores del barrio. Los autobuses apurados, los semáforos lentos, las caravanas inaceptables con la melodía irritante de las bocinas… Señores, que son las seis de la mañana. La vecina de al lado abre la reja de la puerta con un empujón descuidado y es la señal definitiva: el día ha comenzado. A partir de aquí es el reloj y el metro, las escaleras mecánicas abarrotadas, las mareas, los sándwiches para llevar, las señoras en la calle que te ofrecen periódicos en chino absoluto –y con tu cara occidental, les sonríes fugazmente “no entiendo ni una palabra (todavía)”–. La cuesta al trabajo, la humedad en el edificio, las sardinas en el ascensor y de nuevo el reloj, pero con risas de niños y pequeñas victorias lingüísticas. Así es la semana, eminentemente.
Al salir del trabajo y bajar la cuesta hasta Queen’s Road, un señor diminuto y doblado empuja con esfuerzo un carro hasta arriba con las bolsas de basura de algún edificio cercano. En la esquina del metro, una chica trata de cantar con un modesto amplificador que apenas eleva su voz por encima del estruendo de los taxis impacientes, esperando algunas monedas justo frente a la tienda de Dior –a la que me permito el lujo de no entrar–. En el vagón 5 rumbo al final de la línea azul, dos hermanos juegan a piedra-papel-tijera mientras un joven ejecutivo cae rendido de sueño con el móvil en la mano y los cascos puestos. En la pantalla, uno de esos jueguitos modernos de diamantes o manzanas de colores, aquí, una obsesión.
Entro en el supermercado. Una señora octogenaria que me ve dudando entre los tipos de papayas me recomienda desde lejos –de nuevo en chino– una oferta. Me acerco y le susurro “I don’t understand, sorry”. Ella se ríe y, resuelta, opta por la mímica: “dos papayas, 15 dólares” y sin esperar respuesta las mete en una bolsita y me las da. Le sonrío y me las llevo, aunque no sé qué voy a hacer con tantísima fruta.
Los días se van apagando despacito. El ascensor del edificio donde vivo tiene cámaras de seguridad conectadas a las pantallas del hall de entrada. Casi nunca hay nadie dentro del ascensor para curiosear mientras espero, excepto esta vez: un padre y su hijo pequeño –un bichillo todavía– juegan y se parten de risa hasta llegar al piso número 20. Creo que el niño tiene superpoderes: agita la mano y el padre se retuerce contra una esquina. Normalmente hay incienso por las noches en los pasillos. El barullo de los coches siempre está ahí, recordándote lo valioso que era el silencio.
Por suerte he encontrado la manera de ralentizar Hong Kong:
Artículo publicado originalmente en Frenando la deriva.