Atrapado en el tiempo

Por Ignacio Urquijo

El bueno de Bill Murray no dejaba de vivir una y otra vez el mismo dos de febrero en aquella película sobre una marmota, Atrapado en el tiempo. Se levantaba cada mañana conociendo de antemano todos los acontecimientos que le iban a suceder durante la jornada, porque eran exactamente los mismos que le habían ocurrido el día anterior y el anterior y el anterior…

En Amsterdam pasa exactamente lo mismo, pero al contrario.

En la ciudad de los canales y los tulipanes resulta imposible predecir el tiempo que va a hacer, por muy obvio que parezca. Me explico: te levantas y al mirar por tu ventana sin cortinas (es una constante en estos países, las cortinas y las persianas son un lujo de las regiones meridionales donde el sol no es un acontecimiento extraordinario). Decía que, efectivamente, consigues levantarte y mirar por la ventana. O lo intentas, porque está nublado. Para cuando sales de casa, apenas unos minutos después, la niebla se ha ido y ha descubierto que todo está congelando. Intentas no matarte, caminando con el punto de equilibrio descolocado y asegurando cada paso. No es suficiente porque, de repente, se pone a granizar en horizontal.

Entonces todo se vuelve difuso y desintonizado. Como en las teles antiguas cuando alguien tocaba la antena. Ves cómo la gente comienza a avanzar de lado muy lentamente e intentas imitarlos, pero no te sale. Te consuela observar cómo una señora derrapa con su bici en un semáforo. Al menos no eres el único con problemas (ya sabes, mal de muchos-). Pero, a parte de la señora, la mayoría de los amsterdamnianos (¿amsterdameses? ¿amsterdamiños? Por lo visto no hay consenso) se mueven como pez en el agua sobre dos ruedas. Niños que no llegan a los diez años, ejecutivos con maletín, jubilados, padres con un bebé a cuestas, madres con dos bebés a cuestas, adolescentes chateando por el móvil, bohemios que no sueltan el cigarro…

Todos en bicicleta. Literalmente. El New York Times cuenta que en Amsterdam, una ciudad de 800.000 habitantes, hay 880.000 bicicletas. Cuatro veces más que el número de coches. Un tercio de los trayectos urbanos se realiza en bici, mientras que solo el 22 por ciento de los amsterdamicos coge el coche. Los ciclistas disfrutan de semáforos especiales y de un estatus de intocable. Me cuentan, medio en broma medio en serio, que si un automovilista tiene que elegir entre chocar con un ciclista o con un viandante, la multa le saldrá más barata si evita a la bicicleta.

En el tiempo que se tarda en contar esta anécdota, el granizo horizontal se ha convertido primero en lluvia, luego en nieve y finalmente en aguanieve. Piensas que en el pasado te habría encantado observar cómo las minúsculas gotas congeladas chocan ingrávidas unas con otras, pero en este momento estás demasiado ocupado porque ha llegado el temible momento de cruzar la calle.

Te das cuenta de que no te vale simplemente con recordar lo que te enseñó tu madre y mirar a derecha e izquierda. Las posibilidades de ser atropellado desde diferentes ángulos crecen al descubrir cómo los tranvías cruzan en perpendicular, los coches siguen trayectorias incoherentes, los ciclomotores adelantan por los márgenes y las bicicletas se lanzan resolutas en cualquier dirección, evitando turistas y repartidores con prisas. Contemplas atónito el espectáculo que parece no guardar ninguna norma y que sin embargo funciona.

Y, de repente, sale el sol y consigues cruzar la calle.

Texto
Nacho Urquijo
ignaciourquijo.wordpress.com
@NachoUrquijo

Foto
Andreea Mironiuc
andreeamironiuc.com

Este artículo fue publicado originalmente en El Periódico Extremadura.

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