Por Cristina Sanabria
Y volver a vivir ese momento, donde nuestros cuerpos deambulan entre sus sombras, girando sobre sí mismos, sobre un solo eje, el de nuestras miradas. Y dar vueltas sin tropezarnos, sin soltarnos de la mano, al compás de nuestra canción, la que suena en nuestra mente. Y seguir girando hasta desencadenarnos, y diluirnos entre la corriente, corriente que nos lleva, nos guía y nos separa, quizá a otro mundo, quizá mucho más lejano, quizá vacío, pero en el que solo estemos nosotros.
Os preguntaréis. ¿Y qué tiene que ver esto con Byron Bay? Supongo que nada más allá que el romanticismo que me ha inspirado este lugar. Byron es puro amor, es un sitio del que enamorarse y donde enamorarse. Sus atardeceres, sus playas desiertas, la luz del faro, sus vías del tren abandonadas, su gente y sus flores amarillas cubriendo los jardines hacen que sea diferente. Podría escribir mil y una historias de amor sobre este lugar porque no creo que haya nada más bonito que perderte con alguien en cualquier recóndito lugar de esta preciosa bahía.
Byron es un “pueblo”, como dicen allí, donde el surf es uno de sus grandes aliados. Una de las playas más famosas, Wategos Beach, tiene una especie de roca al final de la playa desde donde se puede observar desde un punto más alto cómo una infinidad de surferos esperan alineados al mar, en silencio, ansiosos por pillar la siguiente ola. Tal es la pasión por este deporte, que incluso cuando iba paseando por la playa llegué a escuchar una conversación entre un padre y un hijo, en la cual el niño le recriminaba que le había quitado una ola surfeando, y como buen padre australiano le intentó hacer ver de manera comprensiva, que no, que el mar es de todos y hay que compartirlo. En España discutes con tu madre porque le has quitado dos euros y ella te persigue con la zapatilla.
Su luz, su luz es diferente. Alumbra todo con diferente intensidad. Sus calles están llenas de bicicletas, gafas de sol, pelos largos, gente descalza y de un señor que hace perritos calientes muy caros. Mientras observaba una increíble puesta de sol me dijeron «¿Sabías que ver un atardecer alarga la vida?» Al parecer, según diversos estudios terapéuticos, tu mente y tu cuerpo se ausentan por unos segundos al ver el sol caer. Es un estado de reflexión y relajación. También dicen lo mismo de los besos, así que la ecuación sería Atardeceres+besos+Byron= residencia de ancianos.
Con la aparición de la luna, Byron empieza a cambiar sus tonalidades. La plena oscuridad de sus calles solo se ve interrumpida por la intermitente luz del faro, y por la iluminación artificial de su calle principal, la cual está llena de bares y gente.
Creo que vivir en Byron es vivir en una burbuja. Creo que se llega a convertir en un estado mental, donde es fácil entrar, pero difícil salir. Su aparente perfección puede ser tan adictiva como irreal. Tu anonimato brillará por su ausencia, porque todos conocerán o creerán conocerte, y encima te tocará ir a comprar al Woolworths (supermercado del pueblo) haciendo que vas con un look casual, cuando lo tienes megaestudiado, porque te verán, te verán por el reflejo que proyecta su mágica luz.
PD: Cuando fui a Byron Bay conocí a los chicos de Aussieyoutoo, agencia que ayuda a traer españoles a Australia, así que si alguno de vosotros está interesado en vivir en las Antípodas, no dudéis en contactarlos a través de su página web, porque más que una agencia os prometo que es una familia.
Autora (texto y fotos, excepto imagen destacada) Cristina Sanabria