Por Laila M. Rey
Los días empiezan a alargarse en esta parte del mundo. Por fin la primavera se asoma a los cerezos en flor que se esconden en los jardines de las casas que parecen sacadas de los años sesenta de Jebel al-Lweibdeh (جبل اللويبدة), el distrito donde resido. Parecía que no llegaría nunca, pero no hay nada más cierto en esta vida como el correr del tiempo. Uno se hace más consciente en el extranjero de su paso veloz, como si la nueva rutina hiciera más evidente la apacible existencia que se deja atrás.
El invierno me sorprendió al salir de aquel hotel perdido en el balad, pero la oleada de frío llegó también con la oportunidad de entrar a trabajar en una agencia de viajes a mediados de noviembre. En Amman existe un grupo nada desdeñable de españoles expatriados. Los pocos que conozco tienen a un amiga en común, Isabel.
Todos hablaban tanto de ella que ya casi podías decir que la conocieras. Es la madrina de los expatriados. No hay nada en Amman que Isabel no conozca, o por lo menos esa es la fama que ha ido adquiriendo con el paso de los años. Sin conocerla todavía, fue ella quien me facilitó el trabajo en la agencia con el que voy sufragando los gastos. Es tiempo de olvidar lo que significa ahorrar.
Hasta entonces me había propuesto no conocer a españoles que vivieran aquí. Las ventajas me parecían más importantes, como aprender el idioma. Si algo atrae ahora a expatriados a este país es el árabe, ya que el resto de países de la zona se han convertido en hervideros de conflictos o viven en un infierno interminable.
Siria era, hasta hace tres años, uno de los destinos predilectos de los turistas enamorados de Oriente Medio; y Damasco, en particular, de los estudiantes de árabe. Damasco no disimulaba una belleza cautivadora con la que Amman no podía competir. El zoco de Al-Hamidiye no tenía nada que envidiar a las calles con mercadillos que rodean la mezquita de Hussein. Ninguna montaña de las muchas que sobresalen en Amman puede mostrar la lindeza de una capital como lo hace el monte Qasium. Damasco era la joya de la corona que presumía también de ser la mano que mecía la cuna del panarabismo, un centro histórico y cultural indiscutible, sobre el que nada ni nadie hacía sombra.
Por eso ahora, sobre el asfalto sin remodelar de esta ciudad ignorada por la gran mayoría de sus visitantes, corre la vibrante expectación de la novedad. Damasco ha sido herida por una revolución abortada. Ahora Amman, la segundona, la ciudad de paso, quiere coger algo de ventaja. Aunque los retos que afronta son tan altos como sus expectativas: la eterna cuestión del agua, la subida imparable del alquiler y la caída libre del salario mínimo, el tráfico de vehículos y el transporte público, la suciedad en las calles… Los desafíos no son moco de pavo.
Sin hablar de una sociedad que no es ajena a los dilemas que viven otras sociedades árabes, como la independización de la tradición para afrontar nuevos retos. Y sin embargo, todavía es uno de los pocos países de la zona que puede permitirse un poco de esperanza. Permitirse la esperanza en esta parte del mundo es un bien muy preciado.
Sí, a esta ciudad parece que le falta algo, y sin embargo, puede ser a su vez medio de incontables satisfacciones. El lugar más feo de la tierra puede ser un mundo de oportunidades para un emigrante. ¿Acaso no llevamos, cada uno dentro de nosotros, un tesoro precioso, esa voluntad para elevarnos por encima de las limitaciones que el lugar donde nacimos, esa perversa lotería, nos impuso? Amman puede no ser la ciudad más atractiva del mundo, pero brinda oportunidades para expatriados y también para muchos de los refugiados que alberga. La esperanza, no lo olviden, un bien muy valioso.
Los días se iban haciendo más cortos mientras intentaba descifrar en la agencia lo que eran grupos de garantizado, o intentaba manejar un sistema informático, o aspiraba a realizar mi primera cotización de verdad. Entonces llegó la nevada de diciembre, una nevada que paralizó Amman durante días. La ciudad no está preparada con modernos quitanieves y muchos vehículos quedaron tirados en medio del asfalto hasta que sus propietarios pudieron volver a moverlos. Los taxis se compartían porque no todos se atrevían a salir con la carretera primero llena de nieve, o más peligroso aún, con la capa de hielo que dejó después.
Los compañeros de trabajo no podían ni atravesar sus propias calles y nos recomendaron quedarnos en casa. Para expatriados precarios: no recomiendo pasar el primer invierno en una casa poco acondicionada para el frío. Es una experiencia poco recomendable. En Amman hay formas limitadas para calentarse, se reducen a tres. Normalmente en las casas utilizan estufas de gas. Es lo más económico y duradero –recargar la bombona cuesta 10 dinares-, aunque puede parecernos peligroso a los expatriados. Lo malo de estas estufas es que sólo calientan una parte de la casa.
También cuentan con calderas de calefacción central que funcionan con gasolina. Puede ser un poco difícil, si vas a vivir solo, ir a una gasolinera, llenar cuatro o cinco bidones y llevarlos luego a casa, sobre todo si no cuentas con transporte propio. Es caro y dura poco, pero mantiene toda la casa caliente mientras funciona. Por último dispones de las estufas eléctricas, que consumen tanta electricidad que es la peor alternativa posible.
Nunca olvidaré mi primer invierno en Amman, sobre todo los días después de pasar las Navidades en Madrid. Tras esa semana de calor familiar, del cálido abrazo de mi novio que conseguía quitar todo el frío que llevaba acumulado, volví a coger un avión que me dejó, un 26 de diciembre, en una casa que evitaba que durmiera a la intemperie, pero no me aisló del frío.
Pero es 1 de marzo. Los días vuelven a alargarse. El sol empieza a calentar el patio que rodea la casa, invitando a desayunar al aire libre. Los pájaros se posan en las ramas del árbol que está frente a la ventana de la habitación, son mi despertador, siempre a las 7 de la mañana. Un rayo de esperanza se asoma por el cristal… y es lo más valioso en estos momentos.
Autora (texto y fotos)
Laila M. Rey
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@laila_mu