Londres de lagos y clubes pijos

Por Adrián Badía

Lo de esta ciudad no tiene nombre.

Es increíble cómo cada vez que vengo puedo descubrir o visitar otro nuevo lugar de la misma. Lo curioso es que esto no sucede porque vaya expresamente a hacer turismo, ni mucho menos. Amigos que se mudan y me acogen para que mi estancia de trabajo no sea tan solitaria, cervezas en pubs perdidos por las calles de la City, lagos ocultos en parques donde la maleza no dejar ver el sol, paseos por colinas llenas de mansiones en las que vender tu casa en España podría cubrir el pago del aseo de la planta baja… resumiendo, esta ciudad es inabarcable. Cada vez estoy más seguro de que harían falta ya no meses, sino años, para cubrirla entera.

De este viaje me gustaría destacar dos o tres ratos que me han llenado de orgullo y satisfacción. El primero se lo debemos a nuestro jefe. El tío se portó de lo lindo. Es socio de un English Club a las afueras de la ciudad, en Slough, y nos invitó allí a cenar. Ahora sí puedo afirmar que he sido partícipe durante par de horas – y con la certeza de que jamás podría pertenecer a este mundo, pues no daría el pego ni con años de instrucción a lo dama de corte de cualquier extinto rey Francés – de lo más refinado de la sociedad inglesa. Ejemplo primero: hace poco la prometida de mi jefe estaba estirando al lado de Nicole Kidman en el gimnasio, y él se cruzó por los pasillos del club con Daniel Craig. Djokovic y Tsongá suelen venir a entrenar para Wimbledon, en sus pistas de hierba colindantes al inmenso campo de golf que cubre los terrenos. Ejemplo segundo: una vez la camarera anotó nuestros platos, volvió con las servilletas. Después nos indicó amablemente que nos echásemos atrás en la silla para colocarlas ella misma sobre nuestras piernas y extenderla. Me puse colorado, pero la cosa se quedó ahí. No creció, mi nerviosismo. Así que si algún día tengo dinero mejor monto un guateque a lo Di Caprio en el Gran Gatsby, que estaré más a gusto, más en mi rollo.

También cabe mencionar que haya tenido que pillarme aquí, después de toda mi vida esperando, el primer título del Athletic. Fue una alegría después de sudar la gota gorda en Sevilla hasta llegar al aeropuerto, aterrizar en Stansted y quedarnos parados 40 minutos por un accidente, llegar a Liverpool St. y tener que hacer transbordo con las dos maletas para llegar al quinto carajo con la Northen Line. Finchley Central, esta vez. Valió la pena llegar y ponerme la camiseta para abrazar a Manu y hacernos una foto antes de ver la victoria, entre garlic bread y trozos de pizza del Dóminos.

Pero lo mejor, como éste y todos los que siempre tengo, son los reencuentros. Han sido varios, muchos, de toda índole y condición. Cervezas rápidas y no tan rápidas, cenas en la larga lista de cadenas de restaurantes que tampoco veo que sea acaben nunca -esta vez han sido Byrons y Big Easy- con conversaciones renovadoras que nos han cargado de energía, un concierto en un antro oscuro de Camden que parecía arrastrarte al infiero, charlas despechadas bajo el Big Ben con su parte más alta iluminada de verde, un par de Long Island Ice Tea en el Zoobar, como antaño… y mi momento lluvioso con Nelson, del que jamás me despido ni me reencuentro, porque siempre me recibe igual. Esta vez mientras lo miraba desde la acera opuesta en la Londres gris y tormentosa, con dos paraguas a cuestas –cortesía de mi compañera de trabajo–.

Me despido con un momento que define a la perfección la esencia de la capital inglesa. Amanece caluroso, y vamos Hamstead Heath a bañarnos al lago. Entramos al agua helada donde decenas de personas se sumergían sin pensarlo, huyendo del calor que nunca tienen, y nadamos tanteando el único lugar donde hacíamos pie para no cansarnos demasiado rápido. Y allí, en medio del agua y todos tiritando, se acerca una pareja con la que nos ponemos hablar. Nos captan el acento español en segundos, pasando a temas serios y bonitos muy rápido, a hablar de la vida, de nuestro pasado, metas y pretensiones. Él es de Tanzania –aquí al lado– y ella inglesa, por eso llevaba diez años aquí. Sin previsión de moverse muy lejos. Al cabo de un rato nos pide nuestro nombre, sabiendo que no nos volverá a ver, y como muestra de respeto y aceptación por su parte, manera de hacernos saber que le hemos caído bien. Le devolvemos el gesto y los vemos alejarse, como se aleja todo en esta ciudad, como la mayoría de gente que irrumpe en tu vida en estas situaciones: dejando el destello fugaz de lo que pudo haber sido y no fue, o sólo fue por un breve espacio de tiempo.

Texto y fotos:
Adrián Badía
@AdriBadia
leondeflandes.blogspot.co.uk/

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